Salir de la acogedora cinta verde del Nilo ayuda a comprender, por un brusco procedimiento negativo, la fuerza que adquirió la civilización egipcia. La hostilidad del territorio que enmarca el paso del río es de una dureza insuperable. Los habitantes de aquel corredor fértil y prodigioso tenían evidencia desde la cuna de que habitaban el mejor de los mundos posibles, rodeados de caos, y eso debió ayudarles a desarrollar la cohesión que mantuvieron constante durante milenios. Esta sensación se acentúa al salir de El Cairo hacia los Oasis del Desierto Occidental, el lugar donde los antiguos sacerdotes veían morír cada día al Sol. Y se repite de manera modificada al llegar al primero de ellos, Bahariya: si el Valle del Nilo es una bendición, con su ciclo de fertilidad, su fluir y su renovación permanente, los oasis son islas. Pequeñas salpicaduras de agua viva, pero que no fluye sino que brota de la arena y allí resiste, y cuya precaria permanencia debe ser defendida, ganada. Delicadas joyas, objetos de codicia y de necesidad a los que solo resguarda la propia dureza del entorno exterior y la distancia.
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