«Considero innecesario abogar por el hecho, ampliamente demostrado, de cuán grande bendición es para un municipio tener una estación de ferrocarril, cómo impulsa la industria, incrementa el valor de las propiedades, facilita y promueve la venta de los productos locales y, en consecuencia, provoca un aumento de los ingresos por impuestos. Estoy, por tanto, convencido de que este Honorable Consejo desea y exige la creación de una conexión ferroviaria con la capital..
Las viñas de las Colinas Antiguas, debido a su suelo, son las más expuestas a los estragos de la filoxera y pronto serán áreas totalmente improductivas, pero enseguida que tengamos la estación de ferrocarril se convertirán en el más buscado centro de esparcimiento turístico y su valor nunca cesará de crecer.
El precio de nuestros productos aumentará considerablemente gracias al transporte fácil. Los turistas pagarán un buen precio por las habitaciones disponibles en el pueblo. La artesanía, tan ausente de aquí hasta hoy, se instalará en el pueblo y, gracias a la competencia, los artículos en los comercios, carnicerías y posadas serán más baratos.
El transporte de los tan necesarios fertilizantes, del carbón y la leña, el trigo, el vino, los melones, las frutas, la leche, etc., será barato y rápido.
El pueblo aumentará su población, se establecerán nuevas colonias y centros de vacaciones, las tasas e impuestos serán compartidos por una base más amplia y así serán más soportables.
La comunicación con las autoridades y la administración será más fácil.
El valor de las tierras y las casas se duplicará.
¡Honorable Consejo! — ¡Estoy muy lejos de agotar los beneficios que se obtendrán mediante el establecimiento de una conexión de tren!»
Las viñas de las Colinas Antiguas, debido a su suelo, son las más expuestas a los estragos de la filoxera y pronto serán áreas totalmente improductivas, pero enseguida que tengamos la estación de ferrocarril se convertirán en el más buscado centro de esparcimiento turístico y su valor nunca cesará de crecer.
El precio de nuestros productos aumentará considerablemente gracias al transporte fácil. Los turistas pagarán un buen precio por las habitaciones disponibles en el pueblo. La artesanía, tan ausente de aquí hasta hoy, se instalará en el pueblo y, gracias a la competencia, los artículos en los comercios, carnicerías y posadas serán más baratos.
El transporte de los tan necesarios fertilizantes, del carbón y la leña, el trigo, el vino, los melones, las frutas, la leche, etc., será barato y rápido.
El pueblo aumentará su población, se establecerán nuevas colonias y centros de vacaciones, las tasas e impuestos serán compartidos por una base más amplia y así serán más soportables.
La comunicación con las autoridades y la administración será más fácil.
El valor de las tierras y las casas se duplicará.
¡Honorable Consejo! — ¡Estoy muy lejos de agotar los beneficios que se obtendrán mediante el establecimiento de una conexión de tren!»
Las palabras del secretario las confirmó la historia. El ramal hasta el pueblo, construido a partir de la línea Budapest-Gödöllő, permitía a las mujeres de Csömör llevar las verduras y frutas frescas por la mañana temprano a los mercados de Budapest. Todavía en la década de los 90 era una estampa vivificante ver en el tren de la mañana al último grupo de mujeres que aún vestían la tradicional falda plisada eslovaca, con el característico patrón de flores azules, envueltas en un gran chal, llevar los canastos hasta el mercado de la plaza Bosnyak. El eje de la agricultura del pueblo cambió de las tierras de labor a la producción intensiva de verduras en huertos y, más tarde, en invernaderos, lo que significó un cierto grado de independencia, incluso en los tiempos de los koljoses socialistas. También dio la posibilidad de desplazarse a las fábricas de la ciudad a los hombres que perdieron sus tierras. Los muchachos podían ir cada día a los institutos de Budapest, y aunque pasaban la mayor parte del día en la ciudad, no perdían su contacto con el pueblo, a diferencia de los compañeros que se quedaban internos en los colegios y solo después de graduarse volvían a vivir aquí. También llegaron turistas; la burguesía media y alta y los oficiales de Budapest que antes de la guerra habían construido villas de vacaciones y después de la guerra eran más bien personas no gratas en la ciudad, se establecieron aquí. Hasta mediados de los años 90, con la introducción del teléfono y el autobús y la proliferación de los automóviles particulares, el tren siguió siendo el único enlace del pueblo con la ciudad y el mundo exterior.
Que el ferrocarril en los últimos cien años trajo la ciudad y el mundo no sólo a Csömör sino a todo el país, queda drásticamente demostrado en la exposición La edad de oro de los ferrocarriles - la modernización rural, inaugurada el pasado fin de semana en el Museo al Aire Libre —la Skanzen— de Szentendre. La instalación dispuesta por Zsolt Sári en el gran espacio interior del antiguo granero de las tierras altas del norte ilustra esta historia con una multitud de fotografías de archivo, documentos y objetos relativos al tren. La exposición también cuenta con un elegante catálogo bilingüe (húngaro-inglés) bellamente impreso y claramente estructurado. Esta la fuente principal de las imágenes y las informaciones que siguen.
El primer ferrocarril húngaro se inauguró en 1846 entre Pest (Buda y Pest fueron ciudades independientes a cada orilla del Danubio hasta su unión en 1872) y Vác, cuarenta kilómetros al norte. El célebre poeta Sándor Petőfi hasta le dedicó un poema. La verdadera fiebre de construcción del ferrocarril, sin embargo, llegó sólo con el auge económico posterior a la transformación de la monarquía de los Habsburgo en el dualismo austro-húngaro, acontecimiento que abrió grandes oportunidades para el país. Los Ferrocarriles Estatales Húngaros se establecieron en 1868, y en 1873 todas las ciudades del país estaban interconectadas por este medio sumando una longitud viaria de 4100 kilómetros. Después de la aprobación de la ley sobre la construcción de ferrocarriles locales en 1880, otros 13 mil kilómetros se construyeron dando empleo a casi dos centenares de empresas privadas. Hacia el fin de la primera guerra mundial, el país tenía una red de 21.200 kilometros de vías férreas.
El ferrocarril contribuyó a la expansión de los valores de la clase media desde el comienzo de su implantación por medio del contacto con los trabajadores cualificados extranjeros —sobre todo austríacos, checos y alemanes— que trasladaron sus conocimientos y herramientas a los numerosos trabajadores húngaros provenientes de todos los rincones del país. Fue entonces cuando se difundieron la carretilla, las carretas y carros tirados por caballos hasta en los pueblos más pequeños. Las líneas principales las financió generalmente el Estado, mientras que para la construcción de los ferrocarriles locales se abrieron en cada zona empresas privadas de valores, pero siempre con grandes apoyos públicos.
El verdadero instrumento de modernización, sin embargo, era viajar. «¡Quiero conseguir que este húngaro perezoso se mueva! ¡Quiero que hasta el ama de casa de Brassó [hoy Braşov, Rumania] vaya a comprase un sombrero a Budapest!» Fue con esta consigna que el ministro de transporte público Gábor Baross introdujo en 1899 el llamado sistema de disminución de tarifas que revolucionó el transporte por ferrocarril en Hungría. La esencia del sistema, dividido en 14 zonas, era, de una parte, que las tarifas entre dos zonas próximas fueran muy bajas, y de otro lado que por encima de 225 kilometros cualquier billete costaba lo mismo: por tanto, era muy barato tanto viajar al pueblo cercano como ir muy lejos. La simple introducción del sistema de zonas aumentó en 7 millones la cifra que hasta entonces era de unos 12-14 millones de pasajeros al año
Los grupos específicos de pasajeros se muestran por separado en la exposición. Debido a las bajas tarifas locales, los lugareños podían llevar con regularidad sus productos a los mercados de los pueblos vecinos. Nació una clase especial de pasajeros que iban a las fábricas. Fue también entonces cuando se popularizó la bicicleta en los pueblos, pues los trabajadores que vivían más lejos de la estación se acercaban hasta allí cada mañana en su bicicleta. Los equipos de trabajadores agrícolas de temporada también viajaban de un lugar a otro en trenes de carga contratados al efecto.
Los estudiantes de las aldeas cercanas, cuyos padres no podían permitirse pagarles los estudios en un colegio, podían ir ahora cada día a las escuelas urbanas. El turismo ferroviario asistió también a su desarrollo, promovido por los «trenes centavo» que regularmente ofrecían los ferrocarriles en unos programas especiales celebrados en varias ciudades. La clase media, de cuyo modo de vida las vacaciones estivales eran una parte esencial, descubrió los balnearios de Hungría y las estaciones de recreo en las montañas Tatra.
Y los trenes de soldados también formaban parte del invento. Pronto fueron no solo una parte básica de la logística militar, sino también del folklore y la memoria.
«Subiremos al tren en la mañana del viernes entre las nueve y diez ... van a engalanarnos, nuestro cadete está comprando cintas tricolores para las gorras, y pondremos pequeñas banderas en los cañones de las armas, sí, querida esposa, nuestro viaje será hermoso, pero lamentablemente no estoy escribiendo esto porque me alegre de ello, sólo porque quiero que sepas lo guapos que iremos...» (Carta enviada por Gyula Pörs, del regimiento 83 desde Viena a su esposa en Senyeháza el 2 de julio de 1915, partiendo hacia el frente oriental en Galitsia).
Tras la introducción del sistema de tarifas reducidas, en 1891 los precios sobre los objetos de carga también disminuyeron drásticamente. Los productos agrícolas podían acceder en grandes cantidades y a buen precio a las ciudades, y salir al extranjero. Fue en este momento cuando el grano húngaro se conoció ampliamente por su buena calidad, y se construyo al sur de Budapest una gran zona industrial de procesamiento de alimentos cuyos edificios, los que han sobrevivido, se consideran hoy monumentos industriales.
El ferrocarril también repartía productos industriales por todo el país, proveía de los mismos bienes a las pequeñas tiendas y contribuyó a la estandarización del mobiliario. Un buen ejemplo de ello fue la famosa empresa de madera curvada Thonet, fundada en 1842 en Viena que, a partir de la década de 1860, estableció una serie de fábricas en Hungría, allí donde confluyeran hayedos y estaciones de ferrocarril. El propio ferrocarril fue el cliente más importante de los muebles Thonet, y desde aquí se extendieron a la clase media y luego a los hogares campesinos.
Capítulo aparte es —y de hecho cuenta en la exposición con un catálogo propio— el de los restaurantes de los trenes. Algunos elementos típicos de su menú pronto encontraron una vía hacia la cocina húngara, donde aún se tienen por platos de fiesta: el Wiener Schnitzel, las albóndigas, los bizcochos o el Zwack Unicum. Y los manteles a cuadros, típicos de aquellos restaurantes de tren, aún pueden encontrarse en las cocinas campesinas tradicionales y en algunas de las últimas casas de comida de los suburbios, a las que se las denomina precisamente «kockásabroszos», es decir, «las de manteles a cuadros».
Las estaciones de ferrocarril construidas a partir de la década de 1870 con un único tipo de diseño pasaron a figurar entre los espacios sociales más representativos de los pueblos y pequeñas ciudades. Sus elementos estilísticos y soluciones arquitectónicas —bodegas, zócalo de piedra y ladrillo, frontón de yeso y decoración de ladrillo— se utilizaron también rápidamente en las casas más ricas. Las pequeñas estufas de hierro de las salas de espera encontraron asimismo su sitio en los hogares rurales. E incluso el horno de ladrillo al aire libre, que se podría considerar como un elemento tradicional de la familia campesina arcaica, apareció realmente por primera vez en la uniforme configuración de los jardines de las viviendas de los guardias de ferrocarril.
El diseño típico de una estación incluía también un repertorio vegetal: avenidas de tilos y castaños, que toleran bien el humo de las locomotoras y que aún se pueden ver alrededor de las estaciones antiguas en todo el territorio de la Monarquía, así como geranios, dalias y rosas plantadas en cajas de madera, que pronto se convirtieron en un elemento visual indispensable en las casas de las aldeas austríacas y húngaras. La burocracia austro-húngara desarrolló un código especial según el cual en la parte oriental de la Monarquía se plantaban geranios arbustivos, mientras que en la parte occidental aquellas mismas jardineras oficiales debían mostrar geranios colgantes.
Los horarios locales usados antes del tren y según el curso del sol fueron oficialmente reemplazados en 1891 por el huso horario uniforme de Europa Central. Desde entonces cada reloj muestra la misma hora en todo el país. Por otra parte, en muchos lugares las gentes vieron por primera vez un reloj en la fachada de la estación de tren, y desde allí entró en las casas particulares. El tiempo de trabajo fijo siguiendo el reloj en vez de al sol fue también hijo de este momento, primero en en las zonas urbanas y luego en las tareas rurales.
Y no sólo el ferrocarril llevó el estilo de vida y los bienes de la clase media al campo, sino que introdujo en la ciudad la cultura del pueblo y un folclore que en el cambio de siglo se convirtió en uno de los medios de expresión más importantes del imaginario colectivo y la autorrepresentación nacional. Es así como el vestido folclórico de ciertas zonas tradicionales próximas a las principales líneas férreas, en primer lugar Mezőkövesd y su vestido matyó y más tarde Kalocsa, se convirtieron en centros representativos e importantes de manufactura de la cultura popular, cuyos productos caseros y prendas de vestir también entraron en los hogares de la clase media por mediación de la vía del tren.
Y el ferrocarril creó una sociedad dentro de la sociedad: el mundo de los ferroviarios. Ser ferroviario significaba un sueldo fijo y un trabajo de por vida, un seguro sanitario, pensiones y toda una serie de beneficios singulares e impensables en aquel momento. Ser ferroviario era un rango e implicaba un ascenso social: el ferroviario era un caballero, un buen partido incluso para las hijas de los campesinos ricos. Tenían el crédito de los tenderos y un vaso propio en el bar.
La vida del ferroviario se basaba en una estricta jerarquía, responsabilidad y disciplina, simbolizadas por el uniforme. El uniforme de tren, adecuadamente regulado, ostentaba el rango y la autoridad, igual que el de un oficial militar.
El uniforme de tren en varios lugares de las zonas rurales legó a tener influencia en la ropa local. Por ejemplo, en la ciudad de Tura, no lejos de mi pueblo, sustituyó al traje tradicional masculino: los jóvenes pidieron a los sastres del lugar que les hicieran la ropa a imitación de aquellos uniformes.
Una gran pared de la exposición la ocupa por completo un mosaico de fotografías de pasaporte, los retratos de varios miles de ferroviarios que mantuvieron y manejaron esta enorme maquinaria durante largas décadas. Los documentos y fotos del primer plano del mosaico presentan historias de la vida personal de algunos de ellos: el cerrajero Géza Sarkozy en 1898, de aprendiz, a continuación pasó el examen de oficial en Cegléd, convirtiéndose en operario de la caldera de la locomotora, y finalmente, en 1900, flamante conductor de los Ferrocarriles del Estado Real de Hungría. János Csonth desde 1888 ascendió por los escalafones hasta convertirse en 1911 en el jefe de la estación de Rozsnyó (hoy Rožňava, Eslovaquia), y después del Tratado de Trianon, en 1920, recibió una vivienda oficial y un trabajo en la estación de Budapest. Gyula Ébersz, hijo de un inmigrante alemán de la Selva Negra, se volvió tan húngaro que, como oficial ferroviario en Munkacs (hoy Mukačevo, Ucrania) en 1920 «no quiso hacer un juramento por los checos», lo que motivó que fuese deportado junto con su esposa y sus tres hijos a la reducida Hungría en un tren de carga en el que tuvo que vivir durante más de un año. Finalmente recibió una oferta de empleo en la estación de trenes de Debrecen, pero a consecuencia de las dificultades anteriores murió pronto de un ataque al corazón. Con todo, el ferrocarril aún se preocupó de la familia: su esposa, como «viuda del ferrocarril», recibió un piso en alquiler en Püspökladány y un trabajo de vendedora en un kiosco.
La exposición también nos muestra en detalle las asociaciones, los coros y los clubes deportivos de los ferroviarios. En Hungría, el primer partido de fútbol público fue organizado por ellos en el otoño de 1896: este fue el principio del primer club deportivo ferroviario, el «Törekvés» (ambición), cuyo local social sigue en pie en mi distrito natal, Kőbánya, en la esquina de la colonia de los oficiales de tren que ostenta con orgullo en su fachada la inscripción «Törekvés», de más de cien años de antigüedad.
Hoy en día los ferrocarriles pasan por una época dura. Los vías secundarias cierran no sólo en Hungría, sino en toda Europa —y, por supuesto, nos lamentamos mucho de que así sea—. Pronto daremos un ejemplo español de ello: en España se ha destruido el tren a la vez que se construían más kilómetros de vías de alta velocidad que en ningún otro país del mundo. Salimos de esta exposición tan bien organizada y estructurada con un doble sentimiento. Por un lado duele constatar que todavía pudimos ver el funcionamiento de aquel mundo, viajamos mucho en aquellos trenes secundarios, conocimos el viejo espíritu del ferrocarril, comimos en sus restaurantes. Y seguramente somos la última generación que pudo hacerlo. Por otro lado, reconforta ver cómo cumplió su función aquella inmensa cantidad de vía férrea durante estos cien años largos de existencia. No sólo transportó personas y mercancías, sino también civilización, cultura y el estilo de vida de la clase media. Nos preguntamos qué otro elemento podría desempeñar un similar papel civilizador hoy en Hungría.
A la exposición, en perfecta sintonía, se puede llegar en tren: un pequeño tren local. Es un tren de vía estrecha construido en 1930 que fue instalado recientemente en este Museo al aire libre junto a una estación real. Lo gobierna un ferroviario en uniforme de época y está dotado de los mismos anuncios publicitarios del primer período, e incluso a veces transporta pasajeros ataviados con trajes de época. Este pequeño cercanías casa bastante bien con las viejas edificaciones rurales y con el tiempo detenido de la Skanzen, y permite experimentar algo de aquel mundo del que la exposición da noticias en un granero del siglo XIX. ¡Pasajeros, al tren!
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