Vals

Bill Hensley, violinista de las montañas, Asheville, Carolina del Norte, 1937, tomado de aquí

One-way publicó hace tiempo unas hermosas imágenes antiguas de violinistas, y nos da pie a publicar nosotros otras similares que guardamos con mimo, así como la canción más bonita que hemos escuchado sobre un violinista.

Violinista americano de las montañas, 1920, de aquí

Violinista de Navidad, Belgrado, 1919, de aquí

Papadakis, violinista de Creta, y Koutzourelis, tañedor de laúd

Kala Ramnath, violinista clásica india, hace veinte años

Tarjeta de visita del joven y prometedor violinista Jiří Jelen, Praga, ca. 1884

Tarjeta de visita de un cuarteto de cuerda, Praga, ca. 1905, foto de V. Donát

Tarjeta de visita del violinista y compositor checo Jan Kubelik (1880-1940) cuando era joven.
La inscripción, escrita en Viena en septiembre de 1919, está en húngaro: «Perdóname por
mi pereza. Mañana tengo un examen. ¡Gracias! Adiós, Aurel». Esto, por tanto, no fue
escrito por Kubelík, aunque él también hablaba bien en húngaro, y su esposa, la
condesa Marianne Csáky-Széll era húngara. Sus ocho hijos
fueron músicos; las cinco hijas, violinistas.

Orquestina militar austro-húngara, ca. 1900

Muchacha tocando el violín, tarjeta de visita. New Jersey, ca. 1870

Fotomontaje de Ruth Zachary sobre su abuelo, el violinista y luthier Alfred
Bowers, héroe de la Guerra Civil Americana, de aquí

John Flynn, «el Bard de Erin”, Wisconsin (*1840), tarjeta de visita, de aquí


Bulat Okudzhava: El Músico

Булат Окуджава: Музыкант


Музыкант играл на скрипке, я в глаза ему глядел,

Я не то чтоб любопытствовал – я по небу летел.

Я не то чтобы от скуки, я надеялся понять,

Как умеют эти руки эти звуки извлекать


Из какой-то деревяшки, из каких-то грубых жил,

Из какой-то там фантазии, которой он служил.

А еще ведь надо в душу к нам проникнуть и поджечь.

А чего с ней церемониться, чего ее беречь.



Счастлив дом, где пенье скрипки наставляет нас на путь.

И вселяет в нас надежду; остальное - как-нибудь.

Счастлив инструмент, прижатый к угловатому плечу,

По чьему благословению я по небу лечу.


Счастлив тот, чей путь недолог, пальцы злы, смычок остер

Музыкант, соорудивший из души моей костер.

А душа, уж это точно, ежели обожжена,

Справедливей, милосерднее и праведней она.
Bulat Okudzhava:
El músico


Un músico tocaba el violín.
Le miré a los ojos.
No es que yo fuera curioso –
estaba volando a los cielos.
No es que estuviera yo aburrido –
sólo confiaba en entender:
cómo pueden estas manos
suscitar estos sonidos

de alguna especie de madera
de alguna especie de tripas rudas
de alguna especie de fantasía
que él usaba –
porque ahí debe haber
aún alguna cosa más
que penetra en nuestra alma
que festeja con ella
y que la salva.

Feliz es la casa donde
la canción del violín nos enseña
el camino y nos da esperanza –
todo lo demás irá de algún modo.
Feliz es el instrumento,
que se aprieta sobre el hombro huesudo
cuya bendición hace que
esté volando a los cielos.

Feliz es quien, directamente, con
dedos nerviosos y un arco
afilado, como músico, es capaz de
prender una hoguera en mi alma.
Y el alma, esto es seguro,
cuando ha ardido en este fuego,
es para siempre más limpia
más justa y misericordiosa.

André Kertesz: El músico ciego. Abony, Hungría, 1921. «El músico ciego. Mirad la expresión
de su rostro. Era absolutamente extraordinaria. Si hubiera nacido en Berlín,
Londres o París habría sido un violinista de primera clase»
(André Kertész: Kertész sobre Kertész)

Entre las imágenes de One-way solamente una no revela su título, autor ni año. Es una foto de André Kertész, tomada hace ahora noventa años a pocos kilómetros de Budapest. Sobre ella Andrzej Stasiuk escribe estas reflexiones en en su Jadąc do Babadag (De camino a Babadag, 2004 —traducción de Alfonso Cazenave):

Puede que todo lo que he escrito hasta ahora haya partido de esta fotografía. Es 1921 en el pequeño pueblo húngaro de Abony, a siete kilómetros al oeste de Szolnok. Un violinista ciego atraviesa la calle tocando. Le guía un chaval de doce o catorce años, descalzo y con gorra. El músico lleva unos zapatos destrozados. Su pie derecho está cruzando el surco que ha dejado un carro con ruedas de hierro. La calle está sin pavimentar. No ha llovido. Los pies del chico no están embarrados y la huella de las estrechas ruedas es poco profunda, apenas marcada. Gira suavemente a la derecha y desaparece en el fondo algo borroso de la foto. A lo largo de la calle hay una empalizada de madera y se ve un fragmento de casa: en la ventana se refleja el cielo. Un poco más lejos hay una capillita blanca. Tras la valla crecen árboles. El músico tiene los párpados entrecerrados. Va caminando y tocando para sí mismo y para el espacio ciego que lo rodea. Aparte de la pareja de caminantes, en la calle no hay más que un niño de pocos años. Aunque está vuelto hacia ellos, mira más allá, fuera del encuadre, como si a espaldas de los vagabundos estuviera ocurriendo algo más interesante que en la fotografía. El día está nublado porque ni las cosas ni las figuras proyectan sombra. EL vilinista lleva colgado un cayado del brazo derecho (sí, es zurdo) y su lazarillo algo que parece ua pequeña mantilla. Del borde de la imagen los separan unos cuantos pasos. Enseguida desaparecerán y enmudecerá la música. En la foto solamente quedarán el pequeño, el camino y la huella de las ruedas.

Hace cuatro años que esta foto me obsesiona. Donde quiera que vaya, busco sus versiones tridimensionales y en color y a menudo me parece haberlas encontrado. Así fue en Podolínec, en las callejuelas laterales de Lőcse/Levoča, en el incandescente Gönc, donde estuve buscando una estación de tren que resultó ser un edificio vacío y en ruinas, y hasta la noche no salía ningún tren. Lo mismo en Vilmány, en un andén abandonado en medio de los campos infinitos sumergidos en un calor sofocante, lo mismo en la plaza del mercado de Dilyatin, donde unas ancianas vendían tabaco, lo mismo en Kvasy, donde el tren ya se había ido y no había ni un alma alrededor, a pesar de que las casas estaban pegadas unas a otras. Y en Solotvyn, en medio de los pozos mineros inmóviles y cubiertos de un polvo salino, y en Dukla, donde del desfiladero soplaba un viento pesado y monótono. En todos esos lugares, sobre la pantalla transparente del espacio se superponía el André Kertész de 1921, como si justamente entonces se hubiera parado el tiempo y a causa de ello el presente resultara un error, una burla o una traición, como si mi presencia en esos lugares fuera un anacronismo y un escándalo por haber venido del futuro, lo cual, aparte de no convertirme en más listo, me hacía estar más asustado. El espacio de esta foto me hipnotiza y todos mis viajes sirven tan solo para al final encontrar el acceso oculto a su interior.

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