Sentado en la posada tártara de Dilyara Khanum, en lo alto del valle, bajo las esfinges de piedra, veo desde mi ventana el sol recorriendo los collados. El humo de las fogatas donde arden los desperdicios sube serenamente en el aire azul, la hora dorada empieza a acariciar los álamos como tiempo atrás veía en Csömör; alcanzo a oír la salmodia del muecín desde la antigua mezquita y también los mugidos de las vacas que pastan dominadas por aquellas esfinges de roca.
Bajo a la ciudad con Lloyd, aún tenemos tres horas hasta que yo tenga que ir al aeropuerto de Simferopol a recibir a mis compañeros de viaje durante la semana próxima. Descendemos a través de las decadentes casas tártaras hacia el palacio del Khan, luego subimos a la sinagoga karaíta de la calle Sebastopol, el muecín canta de nuevo mientras unos soñolientos perros nos observan. Un gatito se une a nuestros pasos y nos sigue trotando por la larga calle, no me doy cuenta de cuándo desaparece.
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