Aún no hay nadie en el atrio pero la puerta de la iglesia está abierta. El sacristán reza arrodillado ante el altar de San José. Al poco, algunos aldeanos empiezan a llegar, la mayoría con sus trajes tradicionales, las mujeres se sientan a la derecha, los hombres a la izquierda, según manda la tradición. Mientras el sacerdote absuelve pecados en el confesionario, cerca de la entrada, los fieles cantan los oficios en su lengua materna. Luego, el sacerdote enciende las velas del altar, suena la campana. Empieza la misa
Esto podría ocurrir en cualquier iglesia de pueblo de Transilvania cualquier domingo por la mañana. Sin embargo, estamos en el Tíbet histórico, entre montañas de seis mil metros de altura, sobre el curso del río Mekong, en la ciudad de Cizhong (茨中), en el Cedro tibetano (ཊསེ་ཌྲོ). El traje tradicional es azul y rojo, con un turbante rojo para las mujeres y un abrigo de piel de yac y sombrero de ala ancha para los hombres, que no se quitan ni en la iglesia. Hablan en el dialecto tibetano lisu. El texto de los oficios diivinos se entona con la melodía de los sutras budistas tibetanos. El sacerdote es chino.
Campanas y cantos tibetanos en Cizhong. Grabación de Lloyd Dunn, febrero de 2017
La primera parroquia católica del valle la consagraron, en 1867, los padres de la Société des Missions Étrangères de París. Su fundador, el padre Charles Renou, pasó dos años en el monasterio lama de Dongzhulin, disfrazado de comerciante chino, para aprender el idioma antes de comenzar su misión tibetana. La comunidad creció rápidamente, pronto abrazó todo el valle y una segunda iglesia se erigió al sur, en la ciudad de Cigu. En 1904, durante la ocupación británica del Tíbet, los rebeldes tibetanos mataron a todos los europeos, incluidos los monjes franceses, pero la orden pronto enviaría nuevos misioneros. El siguiente golpe lo recibió la comunidad en 1952, cuando el gobierno comunista chino prohibió la religión cristiana, desterró a sus líderes extranjeros y encarceló o mató a los chinos. Los católicos de Cizhong, al igual que otros miles de diversas comunidades cristianas chinas, pasaron a la clandestinidad para celebrar sus reuniones en secreto, en casas particulares, durante treinta años. La prohibición comenzó a relajarse en los años ochenta. En 1982, los fieles recuperaron la iglesia que durante todos esos años se utilizó como escuela primaria. En 1990 la restauraron.
El techo de estilo románico, reconstruido después de la devastación de 1905, se parece más ahora a los templos chinos. Las paredes están decoradas con flores de loto chinas y los plafones de la cubierta con motivos tibetanos. Sólo los frescos de los pasillos, con escenas de la vida de Cristo, fueron destrozados durante la Revolución Cultural. En el altar mayor, un Cristo, y en los dos laterales San José y María, cada uno flanqueado por dos cintas rojas, con filacterias chinas en letras de oro. Dos bandas rojas similares lucen también a la puerta del atrio de la iglesia, al parecer colocadas hace poco, para la fiesta de enero de los Reyes Magos: 一 星 从 空 显示, 三 王 不 约 偕 来 yī xīng cóng kōng xiǎnshì, sān wáng bù yuē xié lái, «una estrella surgió de la nada, tres reyes se juntaron para admirarla». Como si nos estuviera hablando a nosotros, que, habiendo tenido conocimiento de esta extraña estrella, hemos venido a verla desde el lejano Occidente
Hace tres días que salimos de Lijiang, la ciudad central del norte de Yunnan, siguiendo el curso alto del Yangtsé a través de las majestuosas cadenas de montañas de Hengduan y los pasos fronterizos tibetanos, siguiendo la Ruta del Caballo y del Té por la Meseta de Gyalthang. Aquí estaban los antiguos pastos de los reyes tibetanos, donde las caravanas de té podían sentir que habían superado la peor parte del viaje. También nosotros descansamos aquí por primera vez, en la ciudad de Zhongdian, recientemente rebautizada por el gobierno chino como la mítica Shangri-La para promover el turismo interior. A continuación, otro viaje en autobús de cuatro horas serpenteando por las escarpaduras hasta la ciudad de Deqin, en cuyo dominio las diez cimas blancas de nieve de la cordillera de Meili brillan tornasoladas al atardecer y al amanecer. Desde aquí no hay transporte público, hay que alquilar un taxi siguiendo ritualmente una negociación bien coreografiada, en chino, durante la cual hay que salir del coche airadamente, agarrando el equipaje y sacudiendo la cabeza con indignación, hasta que el conductor mismo te siga por la calle principal proponiendo un precio al fin razonable. El precio razonable es de cuatrocientos yuanes para dos –unos 50 euros–, ida el sábado por la tarde y vuelta el domingo por la tarde al valle de Cizhong, que se encuentra a setenta kilómetros al sur a lo largo del Mekong.
A medida que nos acercamos a la iglesia, los campos de arroz en la vega del río se sustituyen por un espectáculo muy inusual aquí, bajo los Himalayas: viñedo. Las uvas fueron plantadas por los padres franceses y echaron raíces en el valle, protegidas del norte, y se extendieron al sur. Su producto es entregado hoy a la bodega de un comerciante de Hong Kong. Lo encontramos ya en Shaxi como «el vino de los monjes», y se vende en muchos lugares del pueblo.
Al norte, donde se abre el valle del Mekong, todavía podemos ver las cumbres de las montañas de Meili. Caminamos hacia la iglesia entre casas de madera tibetanas, cobertizos, puertas talladas. En algunas aparece una cruz entre los dragones. Calabash se revuelve entre naranjos muy productivos. Las ancianas de turbante rojo nos devuelven el saludo, nos invitan a comer. Los niños se esconden detrás de las puertas ante la visión de estos demonios de nariz larga. El convento, en su momento fundado para albergar monjas tibetanas enfermeras y maestras, fue más tarde una escuela y ahora está abandonado. Pero la iglesia ha sido muy bien restaurada. El sacerdote chino, que vino de Mongolia Interior, un hombre menudo y sin edad definible, pasea por el cementerio rezando el rosario. –¿A qué hora es la misa de mañana? –A las diez.
Los fieles llegan a las nueve y media, se reúnen en los escalones de la iglesia. Todos entregan algún billete al sacristán o conserje que está sentado a la puerta. Para el mantenimiento de la iglesia, cinco yuanes, diez yuanes. En euros, de uno a uno y medio. La joven sentada a su lado registra cuidadosamente el nombre de cada donante y la cantidad en un cuadernillo. Un hombre de rostro serio llega con una bolsa grande de cartero, despega los anuncios rojos de la semana anterior que lucen en el interior de la puerta y coloca encima los nuevos. Hay muchos niños, la mayoría cargados a la espalda, otros dos o tres van de la mano: la ley china de un hijo no se aplica a los pueblos minoritarios. Los niños reciben la mayor atención en la iglesia. Se los pasan de mano en mano y son libres de correr y jugar en la parte posterior del templo.
Sólo han pasado unos años desde que el pueblo tiene de nuevo sacerdote. Respeta la ceremonia laica que arraigó en el último medio siglo. Así, la misa dominical prácticamente se duplica. De diez a once, los fieles rezan tal y como hicieron durante los sesenta años pasados sin sacerdote. Cantan el oficio en su lengua materna. Es el momento en que cada uno diga lo que considere importante para la comunidad. El cartero de rostro serio explica en tibetano los anuncios en chino que acaba de colocar en la puerta. La joven de la colecta también se levanta y lee de su cuadernillo cuántos han dado algo por la iglesia. A la entrada de los «huéspedes extranjeros» todo el mundo nos mira y asiente con aprobación. El sacerdote sale del confesionario a las once, enciende las velas del altar y da inicio a la misa «de verdad», esta vez en chino. La iglesia está llena, más de doscientas personas de las seiscientas que pueblan la aldea, de las cuales el 80% son cristianas. Unas chicas jóvenes leen las lecturas, el sacerdote pronuncia un sermón corto y concentrado que se escucha con atención. Antes de la comunión, a la frase de «Que haya paz entre nosotros», se dan la mano según la costumbre china, inclinándose uno frente a otro. Muchos se nos acercan también desde los bancos de los hombres, acogiéndonos con obvio placer en la comunidad. Entonces se forma una larga cola, todos van a comulgar.
Me siento en la primera fila vacía de los bancos de los hombres para tomar mejores fotos. Los niños se sientan detrás de mí, miran a la cámara. Se la dejo, cambio a la vista en la pantallita y les muestro cómo hacer zoom. Se la pasan cuidadosamente, la prueban con emoción, enfocando puntos de la iglesia, al sacerdote, a los fieles. Me la devuelven pidiéndome que les saque una foto. Me dan un apretón de manos manos serio, de adulto.
Acabada la misa vamos hasta el borde de la ciudad para fotografiar los campos de arroz. Un solitario acantilado bordea el camino, con una stupa tibetana que se ha erigido allí recientemente. Subimos hasta ella por los cien empinados escalones. Sólo desde lo alto vemos que tiene un cementerio detrás, un cementerio cristiano. Hasta la Revolución Cultural probablemente hubo una cruz también en el acantilado, luego los budistas tomaron posesión simbólicamente de este importante punto. Pero el cementerio se salvó. Las tumbas tienen cruces, un fénix y un dragón para significar la resurrección y el cielo, inscripciones chinas, solo una tumba decrépita lleva una antigua escritura tibetana. Hace una semana, para celebrar el nuevo año lunar, el pueblo acudió hasta aquí a visitar a sus antepasados, como lo atestigua visiblemente el banquete ofrecido a los muertos según la costumbre china: naranjas, manzanas, plátanos, dulces, semillas de girasol.
De vuelta del cementerio, vemos al sacerdote sentado ante un portal, hablando con los aldeanos. Cuando nos ve, su rostro se ilumina, viene a saludarnos extendiendo las manos e inclinándose ante nosotros. «Venid más a menudo», dice.
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