Sòrgono es un pueblo grande en las montañas de Barbagia, Cerdeña. Es, de hecho, la entrada a Barbagia. El ferrocarril de vía estrecha que lo une a Cagliari, antaño una línea minera, aún se esfuerza en subir hasta aquí. Durante siglos los alrededores han sido lugar de encuentro de los pastores de la zona. Desde aquí, el 25 de abril, día de san Marcos, parten con sus rebaños hacia los pastos de montaña para solo regresar el 29 de septiembre, día de san Miguel. Rodean el pueblo, aquí y allá, solitarias en una hondonada o en una colina e impasibles desde la Edad Media, las pequeñas capillas de los pastores. En ellas, antes de la partida de primavera y después de la llegada en otoño, se reúnen rebaños, pastores, familias y propietarios de los animales para celebrar dos solemnes misas: una pidiendo fuerza para el medio año de vida solitaria que les espera en la montaña, la otra para agradecer la ayuda recibida. Las iglesias también se abren en algunas otras ocasiones señaladas, el Lunes de Pascua, por ejemplo, cuando los pastores más jóvenes tienen su fiesta particular y asan un cordero al socaire de los muros. Buen ejemplo es esta iglesia gótica de San Mauro, a la que nos dirigimos.
Pero antes de llegar a la iglesia, a seis kilómetros del pueblo, tenemos una tarea urgentísima. Hay que llenar el tanque de la furgoneta o nos quedaremos sembrados. El Domingo de Pascua estuve buscando en vano una gasolinera abierta en Cerdeña. Hoy, lunes de Pascua, la aguja tiembla por debajo de la línea crítica. Nos quedan menos de cincuenta kilómetros. La gasolinera en Sòrgono está también cerrada. Podría comprar otro combustible con la tarjeta, pero el AdBlue que necesitamos lo venden solo en la tienda. Pregunto a dos sardos que llenan sus coches dónde podríamos ir. Discuten, mencionan tiendas «en el centro», pero luego advierten que hoy también están cerradas. Hablan un italiano difícil y lleno de titubeos, obviamente el sardo es su lengua casi única. El de más edad hace un par de llamadas. Hay suerte. «Mi tío tiene AdBlue. Vamos a Artzana. Son cuatro kilómetros. Sígueme». Frenamos la furgoneta ante un verdadero patio del rastro, como aquellos de las afueras del Budapest de mi infancia. Motores desmontados, mosaicos de baldosas por ensamblar, piezas de propósito incierto dispuestas en un enigmático círculo... El tío comienza a verter AdBlue de una damajuana de treinta litros en una jarra de vino de cinco litros y me dispongo a llenar con ella la furgoneta. «Pero si esto es vino blanco», dice Miki, y lo repite desconcertado al tío: «vino blanco». «¡Ah, también tengo!», responde alegremente. Abre un portón de hierro junto al taller y pasamos a una bodega hipermoderna con tanques de fermentación de acero. Cuando voy a pagarle la gasolina me dice que va por nuestra amistad, y que ahora lo mejor es que probemos juntos el vino. Tenemos algo de prisa, pero desde luego que sería un insulto rechazarle la invitación. Nos sirve a todos un vaso de vino blanco, luego uno de tinto, y luego aún otro de espumoso. Nos cuenta que cuida de quince mil vides en tan solo tres hectáreas, y que almacena mil cuatrocientos litros en esta bodega que vemos. «¿Y qué variedades?» «Bueno», ríe, «tengo diez de tinto, las mezclo. Y ocho de blanco». El sobrino se asoma para anunciarnos que hay una fiesta religiosa en la iglesia de los pastores de Lusurgiu, a ocho kilómetros de aquí, van a cocinar para quinientas personas, habrá baile, cordero asado y todos somos bienvenidos. Se nos hace la boca agua pero debemos huir de la tentación, uno de nosotros ha de estar en el aeropuerto de Cagliari en tres horas.
Comprobaríamos luego que no había ni una sola gasolinera, cafetería o tienda abierta de aquí al aeropuerto. Sin esta ayuda inesperada, ese día no llegábamos a Cagliari.
La iglesia de los pastores, San Mauro, se alza en una pequeña loma junto a la carretera Sòrgono-Ortueri. Una estructura maciza con sólidos contrafuertes a ambos lados, su fachada cuadrada tiene una gran ventana color rosa, similar a muchas otras iglesias góticas sardas, como la parroquial de Gavoi. La estrecha cornisa semicircular que protege el rosetón la sostienen dos ángeles más bien toscos. Sobre cada uno de los pilares que flanquean la escalera de entrada descansa un león recostado sosteniendo un escudo, probablemente de Aragón pero ya indescifrable.
El abad san Mauro, patrón de esta iglesia, fue el primer discípulo de San Benito, el fundador de la orden benedictina alrededor del año 510. Según la tradición, llevó el monacato benedictino a la Galia. La biografía que consolidó su culto, atestada de milagros, fue escrita allí, en la abadía de Glanfeuil en el Loira, en el siglo IX. Pero gozó de una especial devoción en Cerdeña, con muchas iglesias dedicadas. Como era un monje benedictino, se creyó durante tiempo que esta iglesia próxima a Sòrgono era el resto de algún antiguo monasterio de la orden. Sin embargo, no hay fuentes escritas o arqueológicas que indiquen la existencia de tal monasterio. Parece más bien que desde su construcción en 1574 –o, más probablemente, desde la presencia de una iglesia anterior– siempre haya sido una de las mencionadas iglesias de pastores.
Era, pues, un lugar de encuentro ritual de los trashumantes –del 25 de abril al 29 de septiembre, como dijimos–. Se bendecían aquí también los panes antropomórficos que los pastores traían consigo, como se lee en la entrada sobre los panes sardos. Pero además la iglesia de San Mauro tiene sus propias fiestas especiales. El 15 de enero, día de San Mauro, es Santu Maru de is dolos, san Mauro de los dolores, cuando principalmente se le pide al santo alivio para los dolores reumáticos. El Lunes de Pascua –es decir, justo cuando estábamos nosotros– es Santu Maru de is flores, la fiesta de primavera de San Mauro de las flores. Pero la mayor festividad es el último domingo de mayo, Sagra ’e Santu Maru, o Santu Maru erriccu, el día del rico san Mauro, quien trae abundante cosecha y rebaños gordos. Esta festividad se completa con una peregrinación y una feria de animales que dura seis días y a la que acuden gentes de toda la isla.
La memoria acumulada durante siglos de celebraciones ha dejado sus huellas en los numerosos grafitis raspados –o cuidadosamente tallados– en los muros de la iglesia. La mayoría son del tipo «hic fuit», mostrando el nombre y el año del visitante, pero algunos añaden un esbozo o silueta. Hay otras imágenes que representan de manera esquemática la fachada de la iglesia, como si el peregrino entregara esa pequeña imagen a modo de ofrenda a la gran iglesia, tal como en otros lugares de mayor empaque los fundadores sostienen la maqueta de la iglesia en sus manos; o como en los nuraghi neolíticos sardos, esas torres hechas de grandes piedras, se colocaba un pequeño modelo de bronce o piedra del nuraghe con una función apotropaica, para propiciar la protección mágica.
Hemos dicho «durante siglos», pero ¿y si se tratara más bien de milenios? El pastoreo trashumante es mucho más antiguo que el cristianismo, y los pastores tienen que haber celebrado reuniones aquí durante sus ascensos y descensos de las montañas, sin duda, desde mucho antes. Pero, ¿dónde?
Sería lo obvio suponer que en el mismo lugar donde hoy está plantada la iglesia. Pero conociendo la topografía de la zona se nos ofrece una explicación aún más obvia y también más sorprendente.
A unos pocos cientos de metros de la iglesia, a la sombra de unos alcornoques, se halla el complejo megalítico Biru ’e Concas, erigido en el tercer milenio a.C. Es una de las zonas monumentales más importantes de la Cerdeña neolítica. El complejo conjunto consta de tres filas de menhires separadas entre sí por un pequeño sendero. La mayoría de estos menhires –en sardo, perdas fittas, piedras clavadas en el suelo– son piedras planas sin ningún símbolo, pero dos de ellos muestran patrones antropomórficos. Un ojo y una nariz tallados en la parte superior de uno, y un cuchillo sardo de hoja ancha al cinto del otro, tal como vemos en aquellos menhires antropomórficos tan ricamente tallados que exhibe el Museo del Menhir de Laconi.
Alrededor de estas tres filas, una serie de menhires adicionales –unos 150 en total– están de pie o tumbados en el suelo, bien aislados o formando círculos.
Estos menhires, diseminados en abundancia por toda Cerdeña, iban ligados generalmente a grandes tumbas megalíticas, que el pueblo sardo llama tombas de gigantes, tumbas de gigantes. Como los megalitos de Coddu ’Ecchiu y Li Lolghi –en las imágenes que siguen– marcaban el enterramiento de líderes destacados, jefes tribales o de aldeas, lejanos ancestros, «reyes». Las tumbas de estos ancestros estaban rodeadas de menhires que representaban a los dolientes súbditos, familiares o descendientes. Sus características antropomórficas a menudo subrayan los ojos y la nariz, dagas en la cintura para los hombres y pechos prominentes en las mujeres.
Tamuli cerca de Macomer: tres menhires masculinos y tres femeninos en fila junto a una tomba de gigantes
Es una experiencia fascinante el silencio junto a estas enormes hileras de piedras. Atestiguan una cultura de muchos milenios, sin palabra o signo alguno pero con una tenaz fuerza expresiva. Una cultura que dominó gran parte de Europa antes de los celtas y que debemos considerar como la raíz de nuestra civilización europea incluso antes de la cultura griega. Menorca, Mallorca y Cerdeña son islas privilegiadas para observarla.
Las tumbas de gigantes deben su nombre a que las cámaras funerarias, excavadas profundamente en el suelo, superan con creces la longitud del cuerpo humano. El gran tamaño se debe a que, además de lugar de descanso para los difuntos, las tumbas eran también santuarios, como demuestra la pequeña puerta inferior del menhir central. Se ha explicado desde antiguo que antes de una gran decisión o de la iniciación en la edad adulta, los sardos entraban en la tumba de un ancestro venerado y pasaban una o dos noches aislados en la cámara sin comer ni beber, solo masticando la planta alucinógena llamada sardonium, y aceptando las visiones experimentadas allí como guía. A esta costumbre ritual llamaron incubatio los autores latinos, término que luego sería adoptado por la psicología moderna.
A diferencia del continente, el cristianismo echó raíces en Cerdeña sin destruir tales lugares de culto, tumbas y menhires. Probablemente ya no se consideraban santuarios paganos, sino solo tumbas respetables y piedras conmemorativas de los ancestros que no había que eliminar, lo cual explica por qué pudieron sobrevivir por miles en la isla. El continuo culto a las filas de menhires de Biru ’e Concas se evidencia en el hecho de que los pastores trashumantes todavía celebran festividades a su alrededor, hasta el día de hoy. Con casi total seguridad, este era el lugar original de culto del ascenso y descenso de la trashumancia, que solo se movió unos pocos cientos de metros con la construcción de la primitiva iglesia de San Mauro. Una prehistoria similar se encuentra en muchas otras iglesias pastoriles de Cerdeña, construidas en las inmediaciones de lugares sagrados neolíticos para consagrar el lugar según la nueva religión, mientras se preservaba el antiguo espacio como representante de los ancestros ignotos y de la tradición.
Que la iglesia de los pastores realmente tomó el rol sagrado del antiguo conjunto monumental de las tumbas de gigantes y los menhires aún se prueba por una evidencia más. Se trata de los modestos alojamientos para peregrinos adyacentes al santuario de la iglesia y que rodean el patio. Estas habitaciones austeras hasta la severidad se llaman en sardo cumbissía (generalmente en plural, cumbissías). Como señala Massimo Pittau, un excelente investigador de la cultura neolítica sarda, no solo el nombre, sino también su función está relacionada con la incubatio. Las pequeñas habitaciones miran todas hacia la iglesia. Los peregrinos se alojan en ellas durante una o más noches para recibir, cerca del lugar sagrado, el sueño que los guiará en el camino de la vida.
De ser esto es así, y todo parece indicarlo, la iglesia de los pastores de San Mauro y sus celebraciones aún vivas hoy en día representan de manera extraordinaria un vestigio de la Edad de Piedra sarda tan relevante como la procesión de los mamuthones enmascarados que entierran el invierno en Mamoiada (aquí también con nuestras fotos).
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