Un autobús parte cada día de Estambul hacia Bakú, se detiene en algún momento de la tarde en la carretera, cerca de Kutaisi, en un asador turco. Fijamos la cita con la empresa por teléfono, nos llamarán al albergue desde donde tenemos que salir. Un taxi viene a por nosotros a las cuatro para llevarnos a una pequeña oficina en las afueras. El Laz –un georgiano musulmán de Turquía– gerente de la oficina, es muy amable. Ordena un taxi que nos llevará por veinte lari –cerca de 8€– a Zestaponi, a 30 kilómetros, donde la carretera procedente de la frontera con Turquía, a través de Batumi se encuentra con la carretera de Kutaisi-Tbilisi. En el asador de carretera sirven tanto comida georgiana como turca y hay programas turcos en el televisor que cuelga de la pared. Aquí se aprecia una de las funciones importantes de los lugares turcos de comida rápida a lo largo de las carreteras georgianas: proporcionan una conexión permanente con Turquía a quienes han de viajar a través del país. Llega el autobús, con aire acondicionado y wifi. La clientela es la capa superior, relativamente acomodada, de los trabajadores de Azerbaiyán en Estambul. Ellos almuerzan, nosotros nos vamos. Nos detenemos una vez más, no mucho antes de la frontera, pasado el pueblo, antaño industrial y ahora fantasma, de Rustavi, al norte del desierto de David Gareja. Es el restaurante musulmán Gaziantep, ya muy parecido a las casas de comida de carretera del Kurdistán.
Una hora más tarde nos encontramos en la frontera, sobre Ganja. En el moderno edificio del paso fronterizo de Georgia, al igual que en todo el país, los perros callejeros circulan libremente. Los guardias georgianos miran asombrados la visa electrónica de Azerbaiyán, introducida el año pasado, nunca han visto una cosa igual. Piden ayuda por teléfono pero no llega ninguna. Nos preguntan varias veces si estamos seguros de poder entrar en Azerbaiyán con esta cosa. Si no es así, nos ofrecen pasar la noche en su sala de espera. Después de que, al fin, sellen nuestros pasaportes damos un paseo de medio kilómetro por tierra de nadie, al igual que en los puestos fronterizos iraníes, con todo nuestro equipaje. Nosotros vamos con una mochila, pero la mayoría de nuestros compañeros de viaje avanzan como una espectacular caravana. A lo largo del recorrido, algunas tiendas libres de impuestos iluminan la noche, los azeríes en las puertas se apresuran a ofrecernos su ayuda para comprar cigarrillos. Parece que quienes vuelven a casa, por alguna razón, no puede hacerlo. En la frontera de Azerbaiyán nos hacen abrir todas las bolsas para inspeccionar el contenido. Tratan de abrir mi portátil. Después de algunos intentos les ofrezco mi ayuda. Se muestran muy agradecidos por ello. Preguntan sobre cada aparato electrónico, el disco duro externo, el escáner, el lector de DVD, los cargadores, ¿cómo se llama a esto y esto en Inglés y en ruso? Les divierte. Esperamos largo tiempo en el autobús –es decir, ahora, mientras escribo esto– a todos los pasajeros que cruzan el control; y mientras tanto charlamos con los demás. La mujer teñida de rubio tiene un negocio de telas en Bakú, va dos veces al año a Turquía a firmar contratos con firmas Italianas, Inglesas y españolas. Ahora mismo está montando una elegante tienda en el nuevo distrito comercial de Bakú. «Me encanta nuestro nuevo presidente, mucho», revela en una confesión que parece sincera. «Es tan positivo, tan civilizado. Y mis padres realmente adoraban a su padre». ¿Cuándo estuve en Bakú por última vez? «En tres años Bakú ha cambiado tanto, no lo reconocerá». ¿Significará esto algo que me provoca un gran recelo, que hayan destruido por completo el casco antiguo? Mañana voy a tener la respuesta.
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