Holy Thursday in Seven Cities, Azores

The volcano crater of Sete Cidades, with its double lagoon: the Green Lagoon in the foreground, and the Blue Lagoon in the background. Seen from the Cerrado das Freiras.

We are in the almost most westerly parish of Europe. This is due to São José, in the freguesía of Fajã Grande, in the Isla de Flores of the Azores – of course, if we accept beforehand that these islands belong to Europe, despite sitting on the American plate. But where we are now is the westernmost parish of the Island of San Miguel, halfway between the Finis Terrae of the old continent and the coast of Newfoundland. Exactly, in the front of the church of San Nicolás, erected in the nineteenth century, in a particularly beautiful volcanic crater that bears the crowded-sounding name of Sete Cidades. Even though there are no cities here, and even of people there are very few. The name comes from the legendary Isla de las Siete Ciudades, the Island of the Seven Cities, never found, but very much alive in the literature and dreams of the cartographers, sailors and explorers of the Atlantic, described for centures in endless variations.


Any visit to these islands, with the omnipresent sea and harsh geographical conditions, evokes the world of the whales and whale hunters. Among the men and women who gathered on this Holy Thursday in the church of San Nicolás, few would not have had a family member who earned their bread hunting whales. Surely, too, most have had family members who emigrated to America. The two things used to go together. They called it “taking the leap”: to go out at night, clandestinely, on an American whaler, to have a job, and above all, to avoid the obligatory recruitment for military service. Under cover of darkness, when they were aware that an American whaling ship was nearby, the men who wanted a new life would light a bonfire on the rocks of the coast, and at this signal the captain sent a boat to enroll them. The presence of the Azorean whalers (or, as they were known in Nantucket and New Bedford, the men of the Western Islands) is recorded even in Moby Dick.


José Pecheco, Luís Silva: Canção de despedida (Farewell song). From the album Chants des baleiniers portugais de Faial, Açores (Songs of the whalers of Faial, Azores, 1958)

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Whale hunting put roots in the islands from 1756 on, when the first whaling boat from New England circumnavigated the Azores. By 1880, a third of the 3.896 whalers of the New Bedford fleet were Azorean. At that time, the islanders themselves were developing a fleet and a local industry. It was relatively weak, almost artisanal, because they never had enough capital to compete with the American vessels. Only for a few years, beginning with 1951, did local whaling reach a significant industrial level (751 sperm whales and 16,000 barrels of oil in the same year), but it was very ephemeral: In 1957, with the destructive eruption of the Vulcão dos Capelinhos and the subsequent massive emigration, it went into rapid decline until its total cessation on August 21, 1987, when a group of men hunted the last sperm whale, a 15-meter leviathan, and processed it on the Isla de Pico. We’ll talk about it in a future post. Today there are very few old whalers, usually men of few words, testimonies to a way of life that, like so many others, will never come back.


Jueves Santo en Sete Cidades, Azores

Caldera volcánica de Sete Cidades, con su laguna doble: la Laguna Verde, más cerca, y la Laguna Azul al fondo. Vista desde el Cerrado das Freiras.

Por poco no estamos en la parroquia más occidental de Europa. Este título le correspondería a la de São José en la freguesía de Fajã Grande, en la azoriana Isla de Flores  —si aceptamos antes, claro está, que esta isla es Europa a pesar de asentarse sobre la placa americana—. Pero donde sí estamos ahora es en la parroquia más occidental de la Isla de San Miguel, es decir, a medio camino desde el Finis Terrae del viejo continente a las costas de Terranova. Exactamente ante la iglesia de San Nicolás, erigida el siglo XIX en una hoya volcánica especialmente hermosa que ostenta el populoso nombre de Sete Cidades. Aunque ciudades propiamente dichas aquí no hay ninguna; y gente, poca. El nombre le viene de la legendaria Isla de las Siete Ciudades, nunca encontrada pero viva en la literatura y las ensoñaciones de cartógrafos, marineros y exploradores del Atlántico, y contada a lo largo de los siglos con infinitas variantes.


Cualquier visita a estas islas, con el mar omnipresente y la dureza de las condiciones geográficas, pone sin remedio en nuestra imaginación el mundo de las ballenas y de los balleneros. Entre los hombres y mujeres que se congregaban este Jueves Santo en la iglesia de San Nicolás, pocos debía haber que no tuvieran un familiar que hubiera vivido de la caza de ballenas y cachalotes. Seguramente también la mayoría habrán tenido familiares que emigraron a América. Las dos cosas solían ir unidas, y llamaban «dar el salto» a subirse de noche, clandestinamente, a un ballenero norteamericano para tener trabajo y, sobre todo, por evitar el reclutamiento obligatorio para el servicio militar. Ayudados por la oscuridad, cuando sabían que algún barco ballenero americano estaba cerca, los hombres que deseaban una vida nueva encendían una hoguera en las rocas de la costa y a esta señal el capitán del barco botaba una chalupa para enrolarlos. Hasta en Moby Dick se recoge la presencia de balleneros azorianos (o, como se conocían en Nantucket y New Bedford, hombres de las Western Islands).


José Pecheco, Luís Silva: Canção de despedida. Del album Chants des baleiniers portugais de Faial, Açores (Canciones de los balleneros portuguese de Faial, Azores, 1958)

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Fue a partir de 1756, al avistarse la primera embarcación ballenera de Nueva Inglaterra rondando las Azores, cuando la caza se hizo presente en las islas. En 1880, un tercio de los 3.896 balleneros de la flota de New Bedford eran azorianos. También los propios isleños fueron desde entonces desarrollando una flota y una industria local. Relativamente débil, casi artesanal, porque nunca llegó allí capital suficiente como para competir con las embarcaciones de alta mar americanas. Solo durante unos pocos años, a partir de 1951, la caza de ballenas alcanzó un nivel industrial significativo (751 cachalotes y 16.000 barriles de aceite en ese mismo año, por ejemplo) pero fue muy efímero: en 1957, con la erupción destructora del Vulcão dos Capelinhos y la subsiguiente emigración masiva, empezó un rápido declive hasta el cese total el 21 de agosto de 1987. Ese día, un grupo de amigos cazó el último cachalote, un leviatán de 15 metros descuartizado en la Isla de Pico. Hablaremos de ello en una próxima entrada. Quedan ya muy pocos viejos balleneros, normalmente hombres de escasas palabras, testimonios de una forma de vida que, como tantas otras, es imposible que vuelva.