Hemos leído de un tirón las 448 páginas de Leviathan, or The Whale (Londres: Fourth Estate, 2009), escrito por Philip Hoare, un autor cuya trayectoria biográfica no dejaba adivinar que fuera a publicar un libro como este. Pero lo cierto es que Hoare guardaba una obsesión por las ballenas y una lectura tan profunda de Moby Dick que acabó sacando un texto escrito a la vez como confesión, como enciclopedia ballenera particular, como ejercicio de crítica literaria y casi como un intento de definirse a sí mismo. Su afán de comprensión de las ballenas nos recuerda aquella máxima de George Bernard Shaw: «el hombre es civilizado en la medida en que es capaz de comprender a un gato». Cuánto más humano será, pensamos ahora nosotros, si es capaz de comprender a las ballenas. El libro ganó el año pasado el «Samuel Johnson Prize for Non-Fiction» que convoca anualmente la BBC.
El título disyuntivo, Leviatán, o la ballena, parece remitir a los dos aspectos que el hombre ha visto en el animal siempre que se le ha acercado: un monstruo tan temible como desconocido, o un puro objeto comercial. Pero la mirada de Hoare ofrece siempre un ángulo muy equilibrado, sin aspavientos sentimentales ni cuando ilumina con toda crudeza (no podría ser de otra forma a estas alturas) la triste relación del hombre con la naturaleza, y especialmente con el mar. Hay una curiosa mezcla de ecuanimidad valorativa y apasionamiento obsesivo, íntimo, en el discurso de Hoare, cuya persecución de la ballena le ha llevado a vivir en los viejos puertos balleneros, a recorrer los lugares históricos y, finalmente, a colaborar de manera activa con diversos grupos que documentan y divulgan cuanto se sabe de estos seres y su entorno.
Quizá el capítulo que nos ha dado una información más sugerente es el IV, titulado «Una promulgación asquerosa», que esboza la relación entre la caza de ballenas y el problema del esclavismo en Estados Unidos. No por casualidad, en New Bedford, junto al mayor tesoro de su museo ballenero, una réplica a escala 1:2 de un barco de caza, cuelga en la pared un retrato fotográfico de Frederick Douglass, impulsor de una campaña sin precedentes para abolir la esclavitud en esta ciudad: fue el primer hombre negro de América que se opuso públicamente al esclavismo.
Elena del Río Parra publicó en 2003 un estudio ya clásico: Una era de monstruos. Representaciones de lo deforme en el Siglo de Oro español (Madrid/Frankfurt: Iberoamericana-Vervuert). «Desde finales del siglo XVI —dice— el ser monstruoso deja progresivamente de ser sólo sinónimo de presagio para convertirse en un objeto con funciones abiertas ... Durante gran parte del siglo XVI se sanciona una lectura unívoca que ve en los seres monstruosos una fuente de malos augurios como función fija y definida. A medida que avanza el siglo XVII, estas manifestaciones van perdiendo la lectura exclusiva con lo que, para no desaparecer, deben reinsertarse en diferentes ámbitos del conocimiento. La creencia en el ser deforme como mal agüero comienza a debilitarse en algunos espacios, mientras que en otros sigue muy viva, en parte porque interesa seguir alimentándola. El monstruo es, por tanto, un ejemplo para comprender el proceso de introducción de nuevas formas de pensamiento en España, así como el mecanismo de funcionamiento por el que un hecho real se adapta y convierte en mercancía y en forma artística.» (p. 20) Algo así habría ocurrido con la bestia protagonista de Melville, aunque doscientos años después del fenómeno hispánico.
Con todo, el monstruo como mala señal o mal agüero —sinónimo del «prodigio» medieval— sigue vivo aún en el ilustrado siglo XVIII, en fecha tan tardía como 1727. Así lo demuestra este bicho de aquí abajo (que Elena del Río Parra no menciona) y cuya historia pudimos leer en la Biblioteca Nacional de Lisboa, hace ya muchos años, cuando su director era el malogrado João Palma-Ferreira. El texto de esta relación adopta la forma de una carta en la que un amigo relata a otro un acontecimiento de 1726: un monstruo de quince palmos de altura salió de los bosques de Anatolia. Aparte de los rasgos que se ven bien en la imagen, se nos dice que tenía un solo hueso horizontal en lugar de dientes y que era asexuado. Las cabezas de ave que emergen de sus hombros son águilas. Y al respirar, su pecho, en el que se observa la figura de una cruz, se iluminaba. Fue capturado y llevado ante el sultán de Constantinopla. No comía y no hablaba. Un ermitaño advirtió que era una señal obvia de que los turcos, por su tibia observancia del Islam, pronto iban a ser derrotados por los cristianos. Los turcos se apresuraron a matar al monstruo y negaron acto seguido su existencia para no dar aliento a los enemigos. Por supuesto, su frente en forma de media luna y su pecho con la cruz luminosa no dejan lugar a dudas acerca de su condición de monstruo político-religioso. Las águilas que se miran una a otra, cercan a los otomanos como el imperio germánico y el ruso, unidos, por una vez, frente al enemigo común.
Este relato, cargado de detalles que intentan dotarlo de verosimilitud, aún en el siglo de las luces quería pasar por hecho verdaderamente acontecido. No son los monstruos quienes provocan miedo, es el miedo quien engendra a los monstruos.
El título disyuntivo, Leviatán, o la ballena, parece remitir a los dos aspectos que el hombre ha visto en el animal siempre que se le ha acercado: un monstruo tan temible como desconocido, o un puro objeto comercial. Pero la mirada de Hoare ofrece siempre un ángulo muy equilibrado, sin aspavientos sentimentales ni cuando ilumina con toda crudeza (no podría ser de otra forma a estas alturas) la triste relación del hombre con la naturaleza, y especialmente con el mar. Hay una curiosa mezcla de ecuanimidad valorativa y apasionamiento obsesivo, íntimo, en el discurso de Hoare, cuya persecución de la ballena le ha llevado a vivir en los viejos puertos balleneros, a recorrer los lugares históricos y, finalmente, a colaborar de manera activa con diversos grupos que documentan y divulgan cuanto se sabe de estos seres y su entorno.
Quizá el capítulo que nos ha dado una información más sugerente es el IV, titulado «Una promulgación asquerosa», que esboza la relación entre la caza de ballenas y el problema del esclavismo en Estados Unidos. No por casualidad, en New Bedford, junto al mayor tesoro de su museo ballenero, una réplica a escala 1:2 de un barco de caza, cuelga en la pared un retrato fotográfico de Frederick Douglass, impulsor de una campaña sin precedentes para abolir la esclavitud en esta ciudad: fue el primer hombre negro de América que se opuso públicamente al esclavismo.
«En los siglos XVIII y XIX la caza de ballenas y la esclavitud coexistieron como dos industrias transoceánicas muy lucrativas y, mientras los balleneros se camuflaban como barcos de guerra para ahuyentar a los piratas (y a veces ellos mismos albergaban a esclavos fugitivos), los barcos dedicados a la trata de esclavos que intentaban evadir los bloqueos de la Unión durante la Guerra de Secesión intentaban hacerse pasar por balleneros. No fue una coincidencia que en 1850, cuando Melville empezó a escribir Moby Dick, el debate sobre la esclavitud estuviera llegando al momento decisivo. Las presiones que al final desgarrarían a toda una nación le dieron también al libro de Melville su fuerza simbólica» (Leviatán, o la ballena, p. 130; trad. de Joan Eloi Roca).Siguiendo esta intuición, podemos concluir que la gran ballena blanca tiene también carácter de monstruo político. No al modo hobbesiano, sino al más divulgado y popular que se desarrolló en los siglos XVI a XVIII y que últimamente se ha estudiado con cierta profusión (poned la palabra «monstruos» en esta caja de búsquedas). Se trata del monstruo generado por el miedo a lo irremediablemente ajeno, el espanto por lo que no nos podemos incorporar ni acabar nunca de entender y que ni matándolo se borrará de nuestras pesadillas.
Elena del Río Parra publicó en 2003 un estudio ya clásico: Una era de monstruos. Representaciones de lo deforme en el Siglo de Oro español (Madrid/Frankfurt: Iberoamericana-Vervuert). «Desde finales del siglo XVI —dice— el ser monstruoso deja progresivamente de ser sólo sinónimo de presagio para convertirse en un objeto con funciones abiertas ... Durante gran parte del siglo XVI se sanciona una lectura unívoca que ve en los seres monstruosos una fuente de malos augurios como función fija y definida. A medida que avanza el siglo XVII, estas manifestaciones van perdiendo la lectura exclusiva con lo que, para no desaparecer, deben reinsertarse en diferentes ámbitos del conocimiento. La creencia en el ser deforme como mal agüero comienza a debilitarse en algunos espacios, mientras que en otros sigue muy viva, en parte porque interesa seguir alimentándola. El monstruo es, por tanto, un ejemplo para comprender el proceso de introducción de nuevas formas de pensamiento en España, así como el mecanismo de funcionamiento por el que un hecho real se adapta y convierte en mercancía y en forma artística.» (p. 20) Algo así habría ocurrido con la bestia protagonista de Melville, aunque doscientos años después del fenómeno hispánico.
Con todo, el monstruo como mala señal o mal agüero —sinónimo del «prodigio» medieval— sigue vivo aún en el ilustrado siglo XVIII, en fecha tan tardía como 1727. Así lo demuestra este bicho de aquí abajo (que Elena del Río Parra no menciona) y cuya historia pudimos leer en la Biblioteca Nacional de Lisboa, hace ya muchos años, cuando su director era el malogrado João Palma-Ferreira. El texto de esta relación adopta la forma de una carta en la que un amigo relata a otro un acontecimiento de 1726: un monstruo de quince palmos de altura salió de los bosques de Anatolia. Aparte de los rasgos que se ven bien en la imagen, se nos dice que tenía un solo hueso horizontal en lugar de dientes y que era asexuado. Las cabezas de ave que emergen de sus hombros son águilas. Y al respirar, su pecho, en el que se observa la figura de una cruz, se iluminaba. Fue capturado y llevado ante el sultán de Constantinopla. No comía y no hablaba. Un ermitaño advirtió que era una señal obvia de que los turcos, por su tibia observancia del Islam, pronto iban a ser derrotados por los cristianos. Los turcos se apresuraron a matar al monstruo y negaron acto seguido su existencia para no dar aliento a los enemigos. Por supuesto, su frente en forma de media luna y su pecho con la cruz luminosa no dejan lugar a dudas acerca de su condición de monstruo político-religioso. Las águilas que se miran una a otra, cercan a los otomanos como el imperio germánico y el ruso, unidos, por una vez, frente al enemigo común.
Este relato, cargado de detalles que intentan dotarlo de verosimilitud, aún en el siglo de las luces quería pasar por hecho verdaderamente acontecido. No son los monstruos quienes provocan miedo, es el miedo quien engendra a los monstruos.
Emblema vivente, ou notícia de hum portentoso monstro, que da Província de Anatólia
foy mandado ao Sultão dos Turcos. Com a sua figura, copiada do retrato, que
delle mandou fazer o Biglerbey de Amafia, recebida de Alepo, em huma
carta escrita pelo mesmo autor da que se imprimio o anno passado.
Lisboa Occidental, Na Officina de Pedro Ferreira.
Anno de M.DCC.XXVII.
foy mandado ao Sultão dos Turcos. Com a sua figura, copiada do retrato, que
delle mandou fazer o Biglerbey de Amafia, recebida de Alepo, em huma
carta escrita pelo mesmo autor da que se imprimio o anno passado.
Lisboa Occidental, Na Officina de Pedro Ferreira.
Anno de M.DCC.XXVII.
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