Peces del mar

Para Tamás,
en su cumpleaños
 
Cuando viene Tamás a Palma oficiamos dos rituales que aseguran la felicidad de los días que pasaremos juntos. Primero nos paramos, en el camino del aeropuerto a casa, en el Varadero a tomar una cerveza mirando la Catedral y el skyline de Palma desde el antiguo Passeig de la Riba.
 
El dique que construyeron delante del palacio de la Almudaina se fue convirtiendo poco a poco en el «Passeig de la Riba» un lugar favorito del los palmesanos porque era continuación, mar adentro, del Born. Pronto le añadieron un kiosco que se hizo muy popular como lugar de encuentro (abajo). Hoy los autobuses trasladan hasta aquí a los turistas que llegan en los cruceros para empezar la visita a la ciudad. Esta foto está tomada donde ahora está el bar Varadero.
 
El paseo fue ampliándose con el tiempo. A la espalda del fotógrafo quedaba el «far de la Riba» (de Fotos Antiguas de Mallorca)
 
El segundo sortilegio, también con un motivo marino, es preguntarle —retóricamente— «¿qué te apetece comer?», a lo que invariablemente la respuesta es «¡Un pescado del mar!». Quizá la gula le hace perder a Tamás por un momento la extrema sensibilidad lingüística que le caracteriza y no advierte el pleonasmo de decir en Mallorca «pescado del mar», como si hasta aquí llegara el Danubio o él trajera consigo a cuestas el lago Balaton. Yo juraría que es imposible comprar pescado fresco en Mallorca que no sea de mar, y algunos mallorquines hasta deben ignorar que en esas extrañas aguas insípidas de tierra adentro pueda haber algo comestible.
 
En cambio, hace ya muchos años, viajé hasta Budapest con un poco de mar a cuestas. Eran dos grandes cajas de doradas que metí allí de contrabando. A las 6:30 de la mañana fui al Mercat de l'Olivar y compré ocho doradas de ración, conseguí dos cajas de porexpán del laboratorio de análisis clínicos del hospital central de Palma, me las llenaron hasta la mitad del hielo seco que usan para transportar las muestras sanitarias, coloqué cuatro doradas en cada caja, lo envolví todo con cinta americana y me fui con ellas al aeropuerto como si fueran dos maletas más. La banda transportadora las engulló y las doradas viajaron felices sin ningún sobresalto ni necesidad de enseñar el pasaporte en la bodega de un avión de Wizzair. Yo estaba convencido de que nunca más las volvería a ver pero aparecieron intactas en la entrega de equipajes del aeropuerto de Budapest. Y no solo las vi, sino que nos las zampamos a la noche, cocinadas a la mallorquina en el horno de casa de Tamás.

Mayor hazaña que la mía fue, desde luego, la del director de circo que trasladó hasta la llanura húngara una ballena para exhibirla mientras se pudría lentamente en el tráiler de un enorme camión (no hay cajas de porexpán tan grandes ni suficiente hielo). Pero en aquel caso la presencia del animal marino acabó provocando un oscuro estallido de violencia extrema entre los vecinos del pueblo. La inquietante historia la filmó Béla Tarr en Armonías de Werckmeister (con guión de László Krasznahorkai, 2000).

Los animales marinos tiene costumbres ignotas y a veces se comportan caprichosamente, yendo y viniendo sin necesidad de que nadie los lleve ni les diga dónde han de ir. Desaparece una especie de los caladeros y no se pesca ni un alevín hasta que de manera igual de imprevista vuelven a aparecer y llenan las redes de los pescadores. 

Y algunos peces incluso se enamoran tan arrebatadamente que pierden hasta las ganas de seguir nadando. Alle de Wercken van den heere Jacob Cats, 1655, p. 32

A veces los peces se nos vienen encima en forma de lluvia, como se asombraba Séneca en las Naturales Quaestiones Quid quod saepe pisces quoque pluere visum est?...», I, 6, 2-4), o Ateneo en Deipnosophistae Ferunt etiam pisces de caelo decidisse, ut in Paeonia et in Dardania, atque in regione Chaeroneae...», VII, 331e-f); y luego a su estela tantos relatos plagados de mirabilia desde la Edad Media al Barroco: Isidoro de Sevilla (Etymologiae XIII, 7, 7), Alberto Magno, Cardano, Kircher... O por ejemplo Olaus Magnus en su libro sobre las regiones inexploradas del Norte (1555):

Olaus Magnus, Historia de gentibus septentrionalibus, lib. XX. «De piscibus» - Cap. XXX. «De lapsu Piscium, Ranarum, Murium, Vermium, & Lapidum», p. 726

Que yo sepa nunca han llovido ballenas. Pero sí es bien conocido que estos animales son proclives a dar sobresaltos a las poblaciones costeras apareciendo por sorpresa en las playas y, con frecuencia, eligiendo una zona poblada para ir a pasar sus últimas horas y morir allí ante el espanto de la gente. Una de las historias más interesantes de este tipo podría ser la de la bestia a la que los súbditos de Justiniano I (527-565) bautizaron Porfirio y que aterrorizó durante más de sesenta años a todas las naves que se acercaban a Constantinopla. Lo cuenta Procopio de Cesarea en su Historia secreta y en la Historia de la guerra {{footnote:Véase un resumen en Anthony Kaldellis, 'A Cabinet of Byzantine Curiosities', Oxford University Press, 2017)}}, dando detalles sobre su enorme tamaño y ferocidad. Porfirio atacaba indistintamente a pescadores o navíos de guerra y los hundía de un coletazo. A pesar de los intentos de acabar con ella promovidos por el propio emperador (a quien lamentablemente no se le ocurrió rezar al san Rafael etíope), Porfirio solo cesó en sus fechorías un día en que, persiguiendo a unos delfines, embarrancó en unos bajos lodosos a la entrada del Mar Negro y ya no consiguió volver aguas adentro. Los ribereños, alertados, acudieron volando con hachas y cuchillos hasta el lugar pero con estos instrumentos apenas atravesaban su piel. Al final pudieron atarla y arrastrarla penosamente a tierra firme, donde la descuartizaron y muchos de ellos, allí mismo, montaron una alegre y abundantísima barbacoa. Cabe la duda de que esta bestia fuera realmente Porfirio, pero el caso es que desde aquel día ninguna otra ballena volvió a aterrorizar el Bósforo.

Hay algunas constantes curiosas en la literatura moderna cuando aparecen ballenas varadas o cadáveres de ballena, animales inmensos descomponiéndose sin que nadie sepa cómo deshacerse de ellos. Así, es recurrente convertirlos en símbolos de un poder en descomposición o de una situación social de tensiones larvadas e irresolubles que casi ni se saben verbalizar y cuya latencia contamina el aire y la convivencia de forma irremediable. Esa es la carga angustiosa del film de Béla Tarr y también está —en un grado menor y envuelta en su característica ironía— en la historia de Eduardo Mendoza La ballena (del volumen Tres vidas de santos, 2009) con una ballena muerta en el puerto de Barcelona a finales de los años '50.

Y también es el lejano telón de fondo de una historia, más próxima, que ahora quería recordar.

Colonia de Sant Pere, Artà a principios de los '70. Así la veía Rafel Ginard en sus Croquis artanencs (1929). Era un  «...llocarró de cases diminutes, casetes de fira o de betlem, pobre i miserable, de terra magra i curta, on únicament hi prosperen els tamarells i un poc la vinya, sense gaire més patrimoni que vent salabrós, aigua de mar i sol implacable. El terrer és de call vermell, com si fos pastat amb sang i l'incendi solar que encara el crema i torra més de cada dia. Les figueres tenen les branques revellides i l'aspecte esquàlid de persones que han passada molta fam i tan mal a pler s'hi troben dins aquella tràgica marina que estan inclinades en actitud de fugir, com si diguéssim amb peu alt. No obstant, hi veureu una gota d'alegria enmig de la tristor aclaparadora: tapereres d'extraordinària magnitud que abriguen un redol com una era i qualque orla de canyes verdes que en passar-hi el vent sonen com una flauta. Els edificis de sa Colònia, disseminats en un bell desordre vora la platja descarnada i negra, plena de còdols, de recuits que són han pres un color roig tan rabiós que fa malbé mirar i contrasta d'una manera típica amb les sanefes de calç que engirentornen les finestres.» Aquí pueden verse muchas fotos antiguas del pueblo.

Estamos en el viernes 15 de enero de 1976. Desde hace menos de dos meses, Franco se está pudriendo en el Valle de los Caídos (en realidad lo estaba haciendo desde bastante antes de que lo enterraran) y en España nadie sabe muy bien qué va a pasar. Amanece en la Colònia de Sant Pere, un puertecito de pescadores de Mallorca donde no ha llegado aún la destrucción turística, muy cerca de Artà. El coronel de la guardia civil observa cómo en el agua, a pocos metros de la bocana, aparece un surtidor intermitente. En efecto, hay una ballena dando vueltas allí, cada vez más cerca del fondeadero. Es enorme. Y parece malherida. A media mañana dos barcas de pescadores, demasiado frágiles, se afanan temerosamente en evitar que el animal quede varado dentro del puerto, pero no consiguen moverlo. Hay mucha sangre alrededor. Deciden entonces que lo mejor será sacarla del agua y lo consiguen atándola con unos cabos por la cola. La ballena agonizante, sin fuerzas, solo resopla. Y seguirá viva y gemirá espantosamente cuando algunos chicos de la Colònia, junto a otros que han venido corriendo de Artà para ver el prodigio, se le trepen luego por encima. Es un jolgorio, el mejor preludio posible para la gran noche de Sant Antoni, del fuego, de la bendición de los animales y del demonio; estamos en el clímax festivo del invierno, especialmente en Artà y los pueblos del norte de la isla. A la noche, la ballena, un rorcual de unos 14 metros, está muerta, con todo su peso, sobre la escollera, adonde han coseguido arrastrarla. Y ya tenemos los ingredientes de una película que puede contarse de manera igualmente efectiva con los tonos neorrealistas, y hasta sarcásticos, de un Berlanga o con la densidad metafísica de los relatos con ballena desde Moby Dick. Aunque el carácter mediterráneo empuja con fuerza hacia la primera opción.

La Guardia Civil y la Comandancia de Marina intentando dejar rápidamente claros sus respectivos derechos y potestades sobre el cadáver del monstruo

A los dos días de la aparición de la ballena saltan todas las preguntas. De quién es, quién se encarga de todo este lío, qué puede ganar el pueblo con esta carne y tanta grasa, y con los huesos... ¿podríamos colgar el esqueleto y hacer un museo que atraiga a los turistas? ¿Por dónde empezamos? La ballena empieza a apestar. 

La mañana después de Sant Antoni, la noticia ya ha saltado a la prensa nacional. El ABC recoge las disputas por «el posible interés turístico» de exhibir un esqueleto de ballena en el pueblo, en contra del deseo de apropiársela de la Comandancia de Marina y del Instituto Oceanográfico, más la intervención menor de algunos ecologistas pioneros del GOB que tiene sus propias ideas sobre la conservación de los restos. Se intuye un panorama de toneladas de carne, sangre y el inicio de un hedor insoportable

Menos mal que en Mallorca la gente suele ser de carácter pacífico y todo fue solventándose con  buena voluntad y el benefactor punto de desidia que nos caracteriza. En otras islas una ballena varada ha provocado masacres, como la que se desencadenó hacia 1833 en Convincing Ground, Australia. Nuestro amigo Miquel Àngel Llauger acaba de publicar sus recuerdos de aquellos días que amenizaron la vida de la Colònia de Sant Pere. Tenía trece años y estaba entonces leyendo fascinado Cien años de soledad, así que su relato solo podía empezar así: «Molts d'anys després, davant el blanc cremat de la pantalla, l'escriptor seixantí recorda el capvespre remot en què son pare el va portar a conèixer la balena» (Díptic de la balena, 2025). Es una lástima que no se escribiera un reportaje en vivo de los hechos ni se conserven buenas fotografías. La verdad se relega de este modo a las memorias individuales y a la transmisión oral de quienes participaron —y de quienes creen que participaron— con las inevitables discrepancias y encendidas discusiones sobre quién hizo qué o decidió lo otro. Las fotografías recogidas en Fotos Antigues de Artà, con todo, dejan un testimonio extraordinario.

      Primeros momentos de la aparición de la ballena chapoteando débilmente en el agua ensangrentada y golpeándose contra las rocas de la escollera

La primera decisión fue engancharla a una barca y devolverla mar adentro. Los del Instituto Oceanográfico advirtieron de que el viento y las olas la volverían a llevar al mismo sitio, como así fue a pesar de que le ataron dos anclas para que se hundiera. Al cabo de una semana volvía a estar ahí pero en mucho peor estado. Se barajó también la posibilidad –clásica en estos casos– de volarla con explosivos pero se descartó por falta de medios.

Así que la «solución final» fue ir a buscar una potente excavadora (con el tractor de un vecino del pueblo no se pudo) y subirla a tierra. Un buzo con traje de neopreno se metió en el agua para atarla por la cola.
 

Y llegó el momento de ponerse en serio. Con sierras mecánicas el trabajo se convirtió en una auténtica carnicería. Grandes trozos de carne se llevaban al mar con la idea de que tan buen alimento para los peces beneficiaría la pesca. Unos cuantos se llevaron pedazos de carne para meterlos en el congelador. Otros decían que la grasa era tan buena como la manteca de cerdo.
 
Tras muchas horas de trabajo casi inútil, cuando el hedor ya hacía que hubiera que taparse la nariz con un pañuelo, se llegó, ahora sí, a la solución de la solución final. Rociar con bidones de gasolina la gran cantidad de restos que no se habían podido eliminar y prenderles fuego hasta reducirlos a cenizas. Ardió durante una semana entera.

No se calculó bien que al arder toda aquella cantidad de grasa provocaría un humo negro y, justamente, unas cenizas viscosas que se adhirieron a las paredes, persianas y ventanas de las casas, y hasta a la ropa guardada en los armarios. Durante meses hubo que estar frotando con detergente todos los rincones.

Es una incógnita qué acabó pasando con aquellos tan codiciados huesos. El Instituto Oceanográfico y la Comandancia de Marina habían desistido muy pronto de cualquier reclamación, seguramente para tampoco tener que asumir ninguna responsabilidad. Los vecinos celebraron al principio con alborozo la cesión pero en realidad habían quedado tan hartos de aquel monstruo que enseguida se desentendieron del futuro de los restos y, acabadas las fiestas de Sant Antoni, volvieron a dedicarse a sus cosas. La mancha de grasa quemada permaneció allí por mucho tiempo como único testimonio de la visita del Leviatán. Miquel Àngel Llauger dedicó unos meses a investigar qué paso con el esqueleto. Cuenta que unos cuantos jóvenes del pueblo recogieron los restos con la intención de limpiarlos y darles algún uso pero que las piezas acabaron dispersándose. El gran cráneo que se pudo contemplar unos años en un restaurante del Port de Pollença, el Restaurant Llenaire, hace tiempo que ha desaparecido. Consta que un hueso grande se lo llevó el pintor Miquel Barceló a su estudio. Del resto nunca más se supo. El monstruo desapareció dejando solo una huella negra en la tierra como desaparecen los demonios entre las brasas y las chispas de los foguerons de Sant Antoni. Más lentamente y dejando sus huesos bien localizados, Franco iba también desapareciendo durante aquellos meses.

Adrian Collaert, Piscium vivae icones (Antwerp: s.n., c.1610)
 

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