La lengua secreta

Es un tópico sobre los gitanos decir que su lengua existe solo para que no les entiendan los  payos o los habitantes de los pueblos por donde vagan, equiparándola así a una especie de germanía de ladrones. Un tópico antiguo que el propio Covarrubias testimoniaba utilizando también alguna de sus etimologías fantásticas. Veamos, por ejemplo, la entrada de su Tesoro sobre la jerigonza:
Jerigonza. Un cierto lenguaje particular de que usan los ciegos con que se entienden entre sí. Lo mesmo tienen los gitanos, y también forman lengua los rufianes y los ladrones, que llaman germanía. Díjose gerigonza, quasi gregigonza, porque en tiempos pasados era tan peregrina la lengua griega, que aun pocos de los que profesan facultades la entendían, y así decían hablar griego el que no se dejaba entender. O se dijo del nombre gyrus, gyri, que es vuelta y rodeo, por rodear las palabras, permutando las sílabas o trastocando las razones; o está corrompido de gytgonza, lenguaje de gitanos.
En la entrada anterior se trataba sobre todo de las tensiones que se entablan entre la identidad de un pueblo y las identidades de los individuos que lo forman, y que, en el caso de los gitanos, se manifiestan de manera especial en la lengua. En este contexto nos ha parecido muy oportuno, como ilustración de la entrada anterior, reproducir esta vívida anécdota que acabamos de encontrar. En ella queda claro hasta qué punto los gitanos, cuya lengua les otorga identidad, asumen el discurso del poder que los margina. Pero dejan de sentirse inferiores cuando averiguan que también su lengua puede escribirse como las lenguas «normales»:
«Cuando estaba enseñando en la escuela de un pueblo húngaro, los chicos de los gitanos Beas, que usaban entre ellos su lengua como una suerte de argot secreto o confidencial, me maldecían. Su lengua es una versión arcaica del rumano. También se habían traído las maldiciones desde su vieja patria. Yo hablo rumano, así que les respondí. Llegamos a un pacto. Si venían regularmente a la escuela, yo les enseñaría a escribir en su lengua materna. Permanecieron boquiabiertos durante varios minutos al ver en la pizarra que lo que pronunciaban se podía realmente escribir. Dijeron que ahora sabían claramente que eran iguales a aquellos muchachos a quienes sus maestros no les prohibían hablar en su propia lengua en la escuela. Sentían que los malos tiempos finalmente habían terminado: tenían palabras que no solo se podían pronunciar, sino también podían escribirse. De ahora en adelante dialogar sería solo cuestión de usar el diccionario. Estaban convencidos de que todo sería así de simple. No sabían que el diablo duerme en los detalles.»



Niños roma jugando en la colonia de Krompachy, Eslovaquia oriental, 1991
(tomado de Isabel Fonseca, Enterradme de pie, 1995)

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