En Argentina, yendo de Buenos Aires a Azul, vimos cerca de las cunetas, allí donde había algo de sombra o arbolado en la repetida llanura de la Pampa, unas como capillitas u hornacinas que tomamos inicialmente como señales puestas para recordar el lugar de un accidente mortal, tal como suelen hacer en otros países los familiares o amigos del difunto.
Al comentárselo a Julia, nos sacó del error: eran pequeños oratorios o santuarios dedicados a Gauchito Gil. Muerto hace más de 130 años, su leyenda, poco certificada, no ha dejado de ganar adeptos en todo el territorio argentino y cada 8 de enero, en el verano abrasador, concita alrededor de su tumba, a unos ocho kilómetros de Mercedes, en la provincia de Corrientes, hasta a 250.000 devotos. También aumenta en Argentina la devoción a San La Muerte.
Gauchito Gil es otro de estos santos populares no aceptados por el Vaticano pero que van ganando cada día más adeptos a lo largo de la geografía americana. Con todo, en la romería de 2006 recibió por primera vez la visita de un arzobispo ante su tumba. Lo mejor es escuchar cómo resume toda la historia, con su estilo particular, Nieves Concostrina en el programa de Radio Nacional de España «Polvo eres»:
Figuras simétricas a estas argentinas que acabamos de mencionar se encuentran en México, donde ya es imparable la conocida presencia popular de La Santa Muerte. Pero también impresiona allá la veneración marginal a Jesús Malverde, tachado de «narcosanto».
Jesús Malverde y Gauchito Gil arraigan en un fondo social que —como se oye en una de las muchas canciones dedicadas al Gauchito— clama: «la inocencia del pobre se llama necesidad».
Aby Warburg, en 1895, con los indios Pueblo
Estas imágenes nos han venido a la memoria esta mañana al leer esta frase de Aby Warburg: «reír del elemento cómico del folclor es un grave error, porque en ese preciso instante se pierde la comprensión del elemento trágico» (Schlangenritual –trad., El ritual de la serpiente, México: Sexto Piso, 2004–). Desde luego, en el caso de este folclor de nuevo cuño, con su dura iconografía, lo difícil es reírse.
La veneración popular hacia el bandido benefactor de los humildes se entiende bien, claro está. Pero esta otra a la que se liga en esos mismos santuarios, la de la Muerte con su guadaña y sus atributos más grotescos, descarnados y hasta agresivos quizá deba explicarse por un proceso de inversión. Leyendo a Aby Warburg pensamos que puede que funcione psicológicamente de manera semejante a como Asclepio enseñó a la humanidad a utilizar a la serpiente, su veneno, su imagen mortal, como phármakon, como remedio para una humanidad padeciente y violenta. Un intento de domesticación iconográfica.
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