Los juguetes de una niña, juguetes de piedra.
Un tren, un avión, un coche. Niza, fin de trayecto. Nice, Nizza, Nica, Nissa, Ніцца, Ηίκαια, Nicea, Nicaea, Nisa, Ницца. Soñaban con la Riviera, y luego un día les entregan el pasaporte, obtienen la visa, ya pueden comprar el billete y, sin más, agarrar a los niños, la niñera, la abuela, las tías solteras, el tío tísico, el perro, el loro, la criada. Se trasladan a Francia, mandan a los niños al colegio, trabajan, trabajan, consiguen la nacionalidad, hacen el servicio militar, mueren por Francia.
Mueren.
El cementerio judío de Niza se extiende desde hace casi un siglo y medio sobre la colina del castillo, justo delante del mar.
Sobre las tumbas, viejas fotos desvaídas por el sol, borrosas, lavadas, caras sonrientes o pensativas o serias u orgullosas.
Nacieron en Kiev, en Varsovia, en Kishinev, Mariupol, Kherson, Odesa o Nikolajev, en Kaunas, Berlín, San Petersburgo, Leópolis, Radautz en Bucovina, hoy Rădăuți en Rumanía, tambien en Argelia, en Orán o en Costantino, en Taganrog, en Costantinopla y en Londres, también en Rangoon en Birmania, o en El Cairo. En Johannesburg.
Han muerto en Niza, o en Mentone, o más lejos, pero su familia los ha devuelto a su lugar. Al sol sobre el mar.
En los años negros, que aquí fueron menos negros que en otros sitios, algunos murieron muy lejos, en el Este. De ellos no quedan sino unas breves líneas en su memoria.
Algunas lápidas nos sorprenden con su tipografía arcaica. En efecto, se trajeron aquí las antiguas piedras del anterior cementerio judío que estaba al pie de la colina. La lápida más antigua data de 1540. Sobre otras, las letras de bronce verde reflejan la multitud de lenguas en otro tiempo vivas: francés, hebreo, polaco, italiano, ruso con la antigua ortografía previa a 1918, inglés, alemán. Y esculpidas en la piedra, letras borradas, palabras olvidadas.
Poco a poco las piedras desaparecen bajo los pies de los paseantes. Abajo, más allá de los árboles, el azul del mar.
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