Los Judíos de Montaña de Azerbaiyán


El río Qudiyal, una estrecha cinta de agua en mitad de un amplio lecho vacío a la altura de Xinaliq, en las cimas del Cáucaso, se hace mucho más caudaloso al llegar a Quba, cincuenta kilómetros más abajo. Aquí se encuentra el primer puente digno de tal nombre. Dos leones dorados se asientan en cada cabeza del puente para indicar que no lleva a cualquier sitio, sino a Qırmızı Qəsəbə, antaño conocida como Krasnaya Sloboda, es decir, La Ciudad Roja, el mayor asentamiento judío de Azerbaiyán.


Encontré a los Judíos de Montaña pr primera vez hace siete años en un café del bazar de Tabriz al escuchar la conversación de unos camareros. La lengua era extrañamente familiar, una lengua iraní pero no persa, ni tampoco era kurdo. «¿En qué idioma hablan ustedes?», les pregunté. «Be juhuri, en judío». «Vaya. Conozco dos lenguas judías y ninguna de ellas suena así.» «Bien, pues esta será la tercera. Los Judíos de Montaña tenemos esta.» Y me dijeron que miles de ellos vivían en las montañas del «otro» norte, Azerbaiyán; y que más al norte, en Dagestán, aún había más.

School in the Jewish quarter of Quba, 1920s

Los antepasados de los Judíos de Montaña fueron deportados por los asirios tras la conquista de Samaria (c. 74o a.C.) «y se establecieron en las ciudades medas» (2Reyes 17:3-6), que pronto iban a ser ocupadas por los persas. Cuando en 539 a.C. el rey persa Ciro el Grande permitió a los judíos volver a su tierra desde el «Cautiverio de Babilonia», solo marcharon aquellos que habían sido deportados en 604 a.C. por los Babilonios desde Jerusalén. Los deportados ciento cuarenta años antes ya se habían integrado en el imperio y habían también cambiado su lengua por el dialecto persa. Se convirtieron en las Diez Tribus Perdidas que los investigadores de siglos posteriores quisieron encontrar en los lugares más peregrinos del globo, desde las cumbres tibetanas hasta Sudamérica. En realidad fueron ubicados por los gobernantes persas allí donde les hacían falta buenos comerciantes, incluyendo el Cáucaso, la frontera norte del imperio, junto con los soldados persas cuyos descendientes viven aún hoy en Lahij. Los Judíos de Montaña hablan una versión del mismo idioma persa arcaico, el Tat, enriquecido con una serie de hebraísmos, que ellos llaman Juhuri, judío.

Hoy los Judíos de Montaña tienen varios pueblos esparcidos por la región montañosa del Cáucaso norte y suman unos cincuenta mil. Su comunidad más importante, sin embargo, estaba en el llamado «Valle Judío», al sur de Derbent, donde entre 1630 y 1800 mantuvieron un estado semi-independiente. Esta comunidad fue dispersada entre los kanatos locales durante las guerras ruso-persas y los refugiados recurrieron al amparo de Fath Ali Khan, el gobernador persa de Quba. El kan los reubicó entonces cerca de Quba, al otro lado del río, y les otorgó ciertos privilegios, tales que los cinco mil almas de este shtetl permanecen puramente judías hasta hoy.

Judíos de Quba en ropa de trabajo, 1883. de “Traditional Women’s clothes in the Caucasus”

Al atardecer llegamos al pueblo, paseamos a lo largo de la calle principal, que aún lleva el nombre de Fath Ali Kan. Esta flanqueada por casas tradicionales con prominentes balcones de madera, aunque como signo de prosperidad van siendo cada vez más reemplazadas por palacetes de mármol con motivos populares judíos en estuco. Los viejos se sientan ante las puertas de las casas. Detienen la charla a nuestro paso. Todos los ojos nos siguen. En vez de un salam, propio de Azerbaiyán, les saludamos con un shalom. Sonríen y nos devuelven el saludo. Nos sentamos en una casa de té. Nos demoramos con la taza esperando que alguno de los jugadores de cartas o dominó inicie una conversación con nosotros. Pero aquí son, al parecer, más reservados que los azeríes.

Al día siguiente volvemos con la luz de media mañana. Damos una vuelta primero por el centro, que aún tiene seis grandes sinagogas, tres de ellas en uso. En tiempos soviéticos fueron muy maltratadas, pero no sabemos si la restauración y ampliación modernas les han causado peores males. Los callejones que bajan al río se caracterizan por las muchas estrellas de seis puntas en los tejados de zinc, en las vallas y en grafitis por los muros. También por el minarete de la Mezquita del Viernes, al otro lado –musulmán, claro– del río, que se puede ver desde cualquier punto del shtetl. Ahora la ciudad parece desierta, unas pocas personas se apresuran a sus recados. Nos devuelven el saludo con una cabezadita amable pero no se detienen a preguntarnos de dónde hemos salido.


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A un lado de la Gran Sinagoga está el Gran Monumento a la Guerra Patriótica, y al otro la barbería y la casa de té. Tiene clientela esta mañana de viernes: dos mesas de ancianos jugando al dominó. Les preguntamos si alguien nos puede mostrar la sinagoga. Llaman al presidente de la comunidad, que ahora no puede acudir, pero nos dice que seremos muy bienvenidos a las oraciones de las siete y media cada mañana y cada tarde.



El hecho más llamativo de este shtetl es que realmente está vivo. Cualquiera que haya visto las casas abandonadas de los shtetl de Galizia y las calles judías de los pueblos del este europeo, las sinagogas clausuradas o los solares vacíos en que estuvieron, y tenga en la imaginación a los personajes de Sholem Aleichem, puede ver aquí cómo sería el aspecto de aquel mundo si sus habitantes no hubieran desaparecido. El ambiente judío tradicional del Shtetl Rojo se ha modernizado solo relativamente. El centro de la ciudad ha sido reformado, pero también han construido un nuevo mikve, una carnicería kosher, y una casa de comunidad llamada «La Casa de la Felicidad», y las fachadas de los palacetes ostentosos construidos sobre las viejas viviendas de madera se decoran todavía con motivos de la iconografía judía tradicional.

Limpieza del viernes por la mañana


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Saliendo de la ciudad, un camino polvoriento se empina hacia el cementerio. Como en tantos shtetl, los muertos se reservan las mejores vistas. Desde la colina puede verse todo el shtetl, la ciudad musulmana al otro lado y hasta el distante perfil del Cáucaso y la montaña de la frontera rusa, la Şahdağ. La mayoría de tumbas desde los años sesenta tienen fotos: rostros y atavíos caucasianos típicos, cualquiera de ellos pasaría por azerí o georgiano si no fuera por las inscripciones en hebreo y el extraño sonido de sus nombres escritos en cirílico.


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Al volver del cementerio oímos música de boda en una de las casas. Los anfitriones, delante de la puerta, nos invitan educadamente a formar parte de la fiesta «entren, aunque sea diez minutos». Aparte de juhuri y ruso, la tercera lengua es el hebreo, hablado por los parientes que han vuelto de Israel. No muchos emigraron: aunque hay muchos allá, la migración es bidireccional. «¿No han estado aún en la sinagoga? A las siete y media no dejen de ir.» A esa hora ya estaremos en la cima del mundo, pero no hay problema. Será mucho mejor explorar el lugar en el viaje del próximo agosto, con una ilustre compañía judía.


1 comentario:

cinzia robbiano dijo...

everything was so unique and interesting. We hope to have more travels with Rio Wang
here a few pictures
https://www.flickr.com/photos/cocca59/albums/72157657759712586