A raíz de las reflexiones de Wang Wei y de los comentarios que suscitaron, me acordé de estos párrafos del Guzmán de Alfarache (1599) de Mateo Alemán que había leído unas semanas antes y que tanto me habían llamado la atención.
Eso pasa hoy al pie de la letra [buscamos ser creadores a imagen y semejanza de Dios]. Queremos hacer o contrahacer. ¡Cuán bien me parece el ave que en mi casa crío, el cordero que nace en mi cortijo, el árbol que planto en mi huerto, la flor que en mi jardín sale! Cómo me huelgo de verla en tal manera, que aquello que no crié, hice o planté, aunque sea muy bueno, lo arrancaré, destruiré y desharé, sin que me dé pesadumbre, y lo que es obra de mis manos, hijo de mi industria, fruto de mi trabajo, aunque no sea tal, como hechura mía, me parece y la quiero bien.
Del árbol de mi vecino y del conocido, no sólo quitaré la flor y fruto, mas no le dejaré hoja ni rama y, si se me antojare, cortaréle el tronco. Del mío me llega al alma si hallo una hormiga que le dañe o pájaro que le pique, porque es mío. Y en resolución todos aman sus obras. Así, en quererlas bien me parezco al que me crío y dél lo heredé yo. (Guzmán de Alfarache Parte I, Libro iii, capítulo 4)
Alemán parece siempre buscar la ambigüedad y no dejar claro al lector cuál es la intención de las afirmaciones de su texto, enunciado por su pícaro protagonista (pecador y arrepentido, engañoso y clarividente). Nótese, por ejemplo, la argucia de asimilar el amor de Dios hacia sus criaturas al egoísmo vanaglorioso de querer lo propio al punto de destruir lo ajeno.
Pero sus palabras despiertan varios interrogantes ¿existe este amor propio, o amor a lo propio, tan ciego y poderoso? Y si existe, ¿son aquellos que lo experimentan el tipo de personas que andan por el mundo buscando sólo lo que les es similar y despreciando lo diferente? Es decir ¿son éstos los que si están fuera de su país se alegran de encontrar compatriotas ruidosos para participar de quién sabe qué prepotente sentimiento nacional que parece sólo poder explayarse cuando pisotea lo extranjero, a diferencia de algunos de nosotros que en la misma situación más bien queremos alejarnos y negar la pertenencia a un grupo que nos avergüenza?
Lo curioso es que no creo que odiemos a nuestro país, en circunstancias normales no negaríamos nuestra nacionalidad, pero sí seguramente despreciemos a aquellos que se regodean en el amor que odia, el que parece no poder alcanzan una identidad sin menospreciar lo que es ajeno (como he visto muchas veces en turistas argentinos). Si bien, por los relatos que hasta aquí se han hecho, pienso que tal vez esto lo percibamos más que nada en nuestros compatriotas, aunque en realidad esté en los petulantes, maleducados y chauvinistas de todas las naciones.
Por eso, en el extranjero, si en algún momento pensamos que se nos puede asimilar a un grupo semejante, si creemos que vamos a quedar definidos por un ejemplo de ese tipo, huimos, nos escondemos y negamos tres veces antes de que cante el gallo... Somos distintos, como distintos son tantos otros compatriotas que no nos avergonzarían. Es un problema de identidad, tal vez. Una identidad que no rechaza de dónde viene pero que no espera definirse restando sino sumando y aceptando la multiplicidad.
La cita del Alemán a su vez me hizo recordar dos emblemas españoles que hablaban del amor propio. Quizás esta excesiva mirada crítica a lo propio, que –en contra de las palabras de Guzmán– para mí es tan (patológicamente) natural se deban a la temible vergüenza de caer en la vanagloria sobre la que ambos emblemas advierten. Falta simbolizada por monas, es decir, remedos defectuosos de los humanos.
Uno de Sebastián de Covarrubias (Emblemas morales, 1610) que tiene por mote Nulli non sua forma placet [Ninguno está disconforme con su aspecto] con la imagen de una mona mirándose al espejo
Siendo la mona abominable y fea,
Si acaso ve su rostro en un espejo
Queda de sí pagada, y no desea
Otra gracia, beldad, gala o despejo.
La mal carada se tendrá por dea,
Del rostro acicalando el vil pellejo,
Y cada qual, de gloria desseoso,
Lo feo le parece ser hermoso.
Otro de Villava (Empresas espirituales y morales, 1613) con el mote Sic sua quique placent [A cada uno le placen sus cosas] con una mona que abraza a su monito.
No ay quien de ver a la fruncida mona,
Qual anda enamorada,
De sus negros hijuelos, no se ría,
Qual se ufana y entona,
Porque entiende que cosa más salada,
Más luzida y hermosa no se cría
Y alguno que riendo
Se está, no advierte en propio amor ardiendo,
También él se enamora de sus cosas.
Covarrubias en la glosa reflexiona sobre la importancia de conocerse a sí mismo, que en definitiva roza también la cuestión de la propia identidad que mencionábamos antes.
Villava, más duro en su moralización, condena el amor propio como una pasión que enceguece y que, por no mediar distancia entre el ser amado y el amante, nunca permite juzgarse correctamente.
¿Estaremos condenados o al desprecio de nosotros mismos o a la ciega vanagloria? ¡Quién tuviera una fórmula para el escurridizo equilibrio!
Eso pasa hoy al pie de la letra [buscamos ser creadores a imagen y semejanza de Dios]. Queremos hacer o contrahacer. ¡Cuán bien me parece el ave que en mi casa crío, el cordero que nace en mi cortijo, el árbol que planto en mi huerto, la flor que en mi jardín sale! Cómo me huelgo de verla en tal manera, que aquello que no crié, hice o planté, aunque sea muy bueno, lo arrancaré, destruiré y desharé, sin que me dé pesadumbre, y lo que es obra de mis manos, hijo de mi industria, fruto de mi trabajo, aunque no sea tal, como hechura mía, me parece y la quiero bien.
Del árbol de mi vecino y del conocido, no sólo quitaré la flor y fruto, mas no le dejaré hoja ni rama y, si se me antojare, cortaréle el tronco. Del mío me llega al alma si hallo una hormiga que le dañe o pájaro que le pique, porque es mío. Y en resolución todos aman sus obras. Así, en quererlas bien me parezco al que me crío y dél lo heredé yo. (Guzmán de Alfarache Parte I, Libro iii, capítulo 4)
Alemán parece siempre buscar la ambigüedad y no dejar claro al lector cuál es la intención de las afirmaciones de su texto, enunciado por su pícaro protagonista (pecador y arrepentido, engañoso y clarividente). Nótese, por ejemplo, la argucia de asimilar el amor de Dios hacia sus criaturas al egoísmo vanaglorioso de querer lo propio al punto de destruir lo ajeno.
Pero sus palabras despiertan varios interrogantes ¿existe este amor propio, o amor a lo propio, tan ciego y poderoso? Y si existe, ¿son aquellos que lo experimentan el tipo de personas que andan por el mundo buscando sólo lo que les es similar y despreciando lo diferente? Es decir ¿son éstos los que si están fuera de su país se alegran de encontrar compatriotas ruidosos para participar de quién sabe qué prepotente sentimiento nacional que parece sólo poder explayarse cuando pisotea lo extranjero, a diferencia de algunos de nosotros que en la misma situación más bien queremos alejarnos y negar la pertenencia a un grupo que nos avergüenza?
Lo curioso es que no creo que odiemos a nuestro país, en circunstancias normales no negaríamos nuestra nacionalidad, pero sí seguramente despreciemos a aquellos que se regodean en el amor que odia, el que parece no poder alcanzan una identidad sin menospreciar lo que es ajeno (como he visto muchas veces en turistas argentinos). Si bien, por los relatos que hasta aquí se han hecho, pienso que tal vez esto lo percibamos más que nada en nuestros compatriotas, aunque en realidad esté en los petulantes, maleducados y chauvinistas de todas las naciones.
Por eso, en el extranjero, si en algún momento pensamos que se nos puede asimilar a un grupo semejante, si creemos que vamos a quedar definidos por un ejemplo de ese tipo, huimos, nos escondemos y negamos tres veces antes de que cante el gallo... Somos distintos, como distintos son tantos otros compatriotas que no nos avergonzarían. Es un problema de identidad, tal vez. Una identidad que no rechaza de dónde viene pero que no espera definirse restando sino sumando y aceptando la multiplicidad.
La cita del Alemán a su vez me hizo recordar dos emblemas españoles que hablaban del amor propio. Quizás esta excesiva mirada crítica a lo propio, que –en contra de las palabras de Guzmán– para mí es tan (patológicamente) natural se deban a la temible vergüenza de caer en la vanagloria sobre la que ambos emblemas advierten. Falta simbolizada por monas, es decir, remedos defectuosos de los humanos.
Uno de Sebastián de Covarrubias (Emblemas morales, 1610) que tiene por mote Nulli non sua forma placet [Ninguno está disconforme con su aspecto] con la imagen de una mona mirándose al espejo
Siendo la mona abominable y fea,
Si acaso ve su rostro en un espejo
Queda de sí pagada, y no desea
Otra gracia, beldad, gala o despejo.
La mal carada se tendrá por dea,
Del rostro acicalando el vil pellejo,
Y cada qual, de gloria desseoso,
Lo feo le parece ser hermoso.
Otro de Villava (Empresas espirituales y morales, 1613) con el mote Sic sua quique placent [A cada uno le placen sus cosas] con una mona que abraza a su monito.
No ay quien de ver a la fruncida mona,
Qual anda enamorada,
De sus negros hijuelos, no se ría,
Qual se ufana y entona,
Porque entiende que cosa más salada,
Más luzida y hermosa no se cría
Y alguno que riendo
Se está, no advierte en propio amor ardiendo,
También él se enamora de sus cosas.
Covarrubias en la glosa reflexiona sobre la importancia de conocerse a sí mismo, que en definitiva roza también la cuestión de la propia identidad que mencionábamos antes.
Villava, más duro en su moralización, condena el amor propio como una pasión que enceguece y que, por no mediar distancia entre el ser amado y el amante, nunca permite juzgarse correctamente.
¿Estaremos condenados o al desprecio de nosotros mismos o a la ciega vanagloria? ¡Quién tuviera una fórmula para el escurridizo equilibrio!
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