La sonrisa de la Madonna


En Roma, detrás de la iglesia de San Clemente, cuando la calle empieza a empinarse por el Monte Celio hacia la abadía medieval de los Santi Quattro Coronati para alcanzar después la Basílica de Letrán al pie de las murallas de la ciudad, una curiosa capillita resiste aferrada a la esquina. Llama la atención porque parece ser varios siglos más antigua que el edificio al que está adosada, pero también por su inscripción. Las capillas de los caminos, los cruceros o columnas con imágenes, al pedir oraciones al transeúnte suelen hacerlo para un fin concreto, prometiendo una específica ayuda sobrenatural. Sin embargo, este poemita grabado en una placa de mármol invita sencillamente a saludar a la Virgen, sin más propósito.


Il sorriso di Maria
A questi luoghi allieterà
Se chi passa per la via
«Ave o Madre» a lei dirà.

La sonrisa de María
estos lugares alegrará
si quien pasa por la calle
«Ave o Madre» le dirá.


El mapa de Giambattista Nolli, de 1748, nuestro compañero a través de la historia de Roma, no señala su existencia, o por lo menos no le otorga un número propio, pero es bien posible que el minúsculo saliente que destaca en la esquina se refiera a ella. No obstante, en el mapa de 1593 de Antonio Tempesta se podía discernir con claridad una capilla de arco de medio punto en el lugar de esta esquina. En aquel momento estaba todavía situada ante un jardín o huerto, mirando a una construcción residencial a medio camino entre San Clemente y los Ss. Quattro Coronati.



La pequeña calle nació hace casi tres mil años con el nombre de Via querquengetulana, o Via dei Querceti por el robledal cuyos restos son aún visibles en el mapa de Nolli. Pero según la monumental obra en ocho volúmenes de Ferdinand Gregorovius sobre la Roma medieval, fue también conocida desde la Alta Edad Media como Vicus Papissae, la Calle de la Papisa, porque la casa de en frente perteneció en su tiempo a la matrona de la familia Papa.

Fue en el siglo XI cuando surgió otra explicación para el nombre de la calle, que acabaría excitando a toda Europa. El dominico Jean de Mailly, de Metz, afirma en una nota marginal de su crónica del mundo escrita en 1099 haber oído una historia —que, confiesa, aún debía verificar— según la cual la explicación de la inscripción PPP grabada en una piedra de Roma (en realidad pecunia propria posuit, «erigido a su propia costa») era que una mujer vestida de hombre fue elegida Papa y cuando, durante una procesión, dio públicamente a luz un niño, el pueblo mató a ambos y grabó en su lápida: Petre Pater Patrum, Papissae Prodito Partum – «Pedro, padre de los padres, desveló el parto de la papisa». Parece ser que los guías de Roma ya trabajaban duro por sus negocios en el siglo XI.

La historia entró en la crónica de los escándalos medievales en la forma que le dio otro hermano dominico, obispo de Gniezno, en el siglo XIII: Martinus de Opava/Troppau. Martinus, obviamente inspirado por el nombre de aquella pequeña calle que había visto en Roma durante su toma de posesión, afirmó conocer la ubicación exacta del fabuloso evento, del cual nadie había oído hablar durante cuatrocientos años.

“Post hunc Leonem Iohannes Anglicus nacione Maguntinus sedit annis 2, mensibus 7º, diebus 4, et mortuus est Rome, et cessavit papatus mense 1. Hic, ut asseritur, femina fuit, et in puellari etate Athenis ducta a quodam amasio suo in habitu virili, sic in diversis scienciis profecit, ut nullus sibi par inveniretur, adeo ut post Rome trivium legens magnos magistros discipulos et auditores haberet. Et cum in Urbe vita et sciencia magnis opinionis esset, in papam concorditer eligitur. Sed in papatu per suum familiarem impregnatur. Verum tempus partus ignorans, cum de Sancto Petro in Lateranum tenderet, angustiata inter Coliseum et sancti Clementis ecclesiam peperit, et post mortua ibidem, ut dicitur, sepulta fuit. Et quia domnus papa eandem viam semper obliquat, creditur a plerisque, quod propeter detestationem facti hoc faciat. Nec ponitur in cathalogo sanctorum pontifcum propter mulieris sexus quantum ad hoc deformitatem.”

«Después de León [IV, 847-855], Juan Ánglico, nacido en Maguncia, fue Papa durante dos años, siete meses y cuatro días, y murió en Roma, tras lo cual se produjo una vacante en el papado por un mes. Se afirma que este Juan era una mujer que, de niña, había sido llevada a Atenas vestida de hombre por un cierto amante suyo. Allí se hizo experta en una variedad de ramas de conocimiento hasta no tener igual, y después en Roma enseñó artes liberales y grandes maestros salieron de entre sus alumnos y público. Una alta opinión de su vida y su sabiduría se extendió por la ciudad, y fue elegida como Papa. Mientras era Papa, sin embargo, quedó embarazada de un cortesano. Al ignorar la hora exacta en que se esperaba el parto, dio a luz a un niño yendo en procesión desde San Pedro a Letrán, en una calle entre el Coliseo y la iglesia de San Clemente. Después de su muerte, se dice que fue enterrado en este mismo lugar. El Papa siempre se aparta de esta calle, y muchos creen que esto se hace por el bochorno que provocó el evento. Tampoco se la encontrará en la lista de Santos Pontífices, tanto a causa de su pertenencia al sexo femenino como por la repugnancia de la materia».

La papisa dando a luz en una ilustración de Jacob Kallenberg al De claris mulieribus de Boccaccio (1533); y la papisa (Johanna Wokalek) en Die Päpstin (2009) de Sönke Wortmann.


El recorrido ceremonial que va de Letrán, casa parroquial del Romano Pontífice, a la Basílica de San Pedro, la iglesia de peregrinación más sagrada de Roma, tenía de hecho tres rutas alternativas en este primer tramo. La más espectacular, la calle de San Juan de Letrán, que sería constituida como Via Papalis por Sixto V en 1588, fue intransitable durante toda la Edad Media por las ruinas del Ludus Magnus, el lugar de las barracas de los gladiadores junto al Coliseo. Por ello había otras dos rutas: la pintoresca via Ss. Quattro Coronati —que vamos a seguir durante nuestra marcha por la colina de Celio— que, sin embargo, no es apropiada para procesiones ceremoniales debido a su pendiente excesiva; y la antigua calle principal, la Via Labicana, donde ahora un tranvía une Letrán y el Coliseo. Los papas medievales por supuesto elegían la segunda, pero el pueblo de Roma buscó una explicación racional a por qué el Papa no seguía la ruta más corta, como todo el mundo. Y quien busca encuentra.

La abadía de los Ss Quattro Coronati, aún en pie, solitaria en la colina de Celio antes de la especulación inmobiliaria y la urbanización de fines del s. XIX. Sin duda, éste fue el verdadero escándalo del barrio.

La leyenda de la papisa, extrañamente, fue refutada al fin no por los católicos, sino por los protestantes ayudados por el método de la crítica textual humanista. Onofrio Panvinio, el gran historiador romano del s. XVI, todavía la daba por buena y su única aportación consistió en adornar los detalles; pero el hugonote David Blondel dejó claramente subrayada su naturaleza falsa a principios del s. XVII y desde entonces los papas censurarán el relato.

El pueblo de Roma, con todo, sabe lo que sabe. Papas y eruditos vienen y van; el vicus Papissae se extendió hasta el hospital militar erigido después de un proceso de especulación inmobiliaria, un bloque de pisos fue construido en el lugar que ocupaba aquel jardín, pero la capilla sigue ahí. El barrio del Monte Celio, incluido en el sistema nervioso de la ciudad sólo a fines del siglo XIX, mantiene vivas aún muchas tradiciones y edificios que en otras partes van cayendo en el olvido. Debido a la prohibición, el origen de la capilla no se puede mencionar pero todo el mundo lo conoce. Así, los restauradores del siglo XVIII solo pidieron un saludo al viandante para disipar los malos recuerdos del lugar.

Por entre los barrotes de la estropeada cancela de hierro nos asomamos el interior de esta capillita de paredes agrietadas, cubiertas de rojo romano. Se ve el fresco de una Madonna cuya fecha es difícil de fijar pero que podría datarse en el s. XV. Aunque sus rasgos faciales casi se han borrado, su sonrisa luce todavía entre las flores secas, las cintas votivas colocadas en la puerta y la tenaz flora mediterránea que crece entre las tejas y en las grietas de la acera, memoria del robledal desaparecido.


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