En algunos restaurantes de la montaña de Mallorca encontramos cosas como esta cabra o un buitre negro disecados que, junto a la pequeña galería de monstruos más o menos domésticos que vemos abajo de la imagen, atestiguan una vida muy diferente a la de hoy (nada diremos del sentido estético de los propietarios).
La Sierra de Tramuntana, como ya escribimos, era un mundo en gran medida cerrado —y hasta cierto punto lo sigue siendo— pero a la vez estaba lleno de caminos que la cruzaban conectando las casas, los pequeños valles de cultivo difícil, los cercados de ovejas, los encinares y las carboneras, los escondites para el contrabando que subía de la costa abrupta, los refugios de los bandoleros que huían de la justicia, las torres de vigilancia que avisaban de la llegada de corsarios y piratas. Estas imágenes solo quieren dar una idea de la parte alta de Escorca, en el punto donde empieza el descenso hacia el Torrent de Pareis, en el corazón de la Sierra de Tramuntana. Al fondo, el mar, límite y promesa.
En 1531, el famoso corsario Jeireddín «Barbarroja», que se había acuartelado en la isla de Cabrera, desembarcó en Pollença y luego en Sa Calobra, saqueando y haciendo numerosos cautivos (aunque el episodio más sangriento de Barbarroja en Baleares fue el brutal y aún recordado expolio de Mahón, el 1 de septiembre de 1535).
La finca de Cosconar, con estas casas construidas aprovechando la hendidura de la roca, era clave para la defensa de la costa, sobre todo para proteger el Santuario de Lluc. Desde 1571 se dispusieron atalayas permanentes. El gran edificio de arriba, sin embargo, se construyó en época más moderna, como cuartel de carabineros y en concreto para evitar el contrabando. Del logro de sus objetivos basta decir que fue construido sobre unos terrenos donados justamente por Joan March Ordinas en 1924, cuya fortuna nació con estas actividades. Después de la Guerra Civil el edificio se abandonó y hoy, restaurado, vuelve a formar parte de la finca de Cosconar.
Los ataques eran tan frecuentes que los habitantes de Cala Tuent y Sa Calobra en verano se iban a dormir al bosque para no ser sorprendidos dentro de las casas. A fines del XVI el capitán de armas de Sóller obligó bajo multa de 200 ducados que todos los habitantes de aquellas tierras marítimas las abandonasen. Los ataques no eran solo «del Turco», los genoveses se sumaban con frecuencia, en concreto desde 1338, y a veces con flotas considerables. Y también aparecían de vez en cuando los franceses. En 1648 el virrey Gurrea advertía a los alcaldes y jurados de las villas de Valldemossa, Deià y Sóller que vigilaran la costa ante la presencia de dieciocho galeras de la armada francesa que costeaban la isla. A estos pueblos, además de la defensa de sus marinas propias, se les encomendaba la mucho más complicada protección del Torrent de Pareis, «encare que no sia de vostro districte» (aunque no sea de vuestro distrito).
Los peligros en esta costa eran muy variados. De 1784 a 1828 se mantuvo vigilancia costera sufragada por varios municipios para prevenir los desembarcos no autorizados provenientes del sur de Francia. Fue la gran peste de Marsella de 1720 la que alertó especialmente del problema. Para ello se dispuso una buen contingente de hombres que, como «guardas secretas» de la costa, ejercían en lo posible un cordón sanitario.
El contrabando fue, por supuesto, durante mucho tiempo la actividad económica más importante de la zona. Así, aquellos guardias sanitarios también debían evitarlo con los medios a su alcance. El fracaso era total, y los motivos se entienden conociendo el miserable sueldo que se les pagaba y las condiciones en que trabajaban. En los documentos judiciales que se conservan, las investigaciones abiertas casi nunca concluye en nada claro. La trama de complicidades y apoyos entre los encausados era absolutamente impenetrable. Nadie sabía nada, nadie había visto nada ni oído nada de nada, y una tras otra las denuncias se archivaban.
La dureza de la vida en esta costa la atestiguan estos versos:
O estas otras redondillas:
La Sierra de Tramuntana, como ya escribimos, era un mundo en gran medida cerrado —y hasta cierto punto lo sigue siendo— pero a la vez estaba lleno de caminos que la cruzaban conectando las casas, los pequeños valles de cultivo difícil, los cercados de ovejas, los encinares y las carboneras, los escondites para el contrabando que subía de la costa abrupta, los refugios de los bandoleros que huían de la justicia, las torres de vigilancia que avisaban de la llegada de corsarios y piratas. Estas imágenes solo quieren dar una idea de la parte alta de Escorca, en el punto donde empieza el descenso hacia el Torrent de Pareis, en el corazón de la Sierra de Tramuntana. Al fondo, el mar, límite y promesa.
«La parte más hacia levante, al pie de las dos alturas principales de la isla, el Puig Major de Sóller y el Puig Major de Lluch, se levanta con escarpaduras salvajes y peñascosas pendientes casi hasta el mar. Allá están las temerarias alturas del Castell del Rey y las dos pequeñas ensenadas de la Calobra y Tuent, las cuales con los altos de la Vaca quedan divididas una de otra. Solo el Torrent de Pareis, que baja desde el valle de Lluch, forma en esta serie casi no interrumpida de acantilados un profundo corte. Este trecho bravío que tanto sorprende al pintor, y en cuyas alturas rebaños de cabras pacen la escuálida hierba que crece en medio de las rocas y en cuyas cumbres revolotean los buitres ansiosos de presa, poco se adapta para viviendas humanas. Los pescadores, cuando en días de calma pasan con horror al lado de aquellas pendientes sin resguardo, reman sin descansar desde Tuent hasta la Cala de San Vicente [...]. Después de Tuent, se muda de improviso la escena. Las alturas principales parecen retirarse de la orilla del mar, y allí queda solo el estrecho borde del acantilado de la Costera, donde se encuentra el gran manantial de igual nombre, que ha encontrado empleo para producir fuerza eléctrica, acabando con la punta de la Creu» (Archiduque Luis Salvador de Austria, Die Balearen, c.1869)
En 1531, el famoso corsario Jeireddín «Barbarroja», que se había acuartelado en la isla de Cabrera, desembarcó en Pollença y luego en Sa Calobra, saqueando y haciendo numerosos cautivos (aunque el episodio más sangriento de Barbarroja en Baleares fue el brutal y aún recordado expolio de Mahón, el 1 de septiembre de 1535).
La finca de Cosconar, con estas casas construidas aprovechando la hendidura de la roca, era clave para la defensa de la costa, sobre todo para proteger el Santuario de Lluc. Desde 1571 se dispusieron atalayas permanentes. El gran edificio de arriba, sin embargo, se construyó en época más moderna, como cuartel de carabineros y en concreto para evitar el contrabando. Del logro de sus objetivos basta decir que fue construido sobre unos terrenos donados justamente por Joan March Ordinas en 1924, cuya fortuna nació con estas actividades. Después de la Guerra Civil el edificio se abandonó y hoy, restaurado, vuelve a formar parte de la finca de Cosconar.
Los ataques eran tan frecuentes que los habitantes de Cala Tuent y Sa Calobra en verano se iban a dormir al bosque para no ser sorprendidos dentro de las casas. A fines del XVI el capitán de armas de Sóller obligó bajo multa de 200 ducados que todos los habitantes de aquellas tierras marítimas las abandonasen. Los ataques no eran solo «del Turco», los genoveses se sumaban con frecuencia, en concreto desde 1338, y a veces con flotas considerables. Y también aparecían de vez en cuando los franceses. En 1648 el virrey Gurrea advertía a los alcaldes y jurados de las villas de Valldemossa, Deià y Sóller que vigilaran la costa ante la presencia de dieciocho galeras de la armada francesa que costeaban la isla. A estos pueblos, además de la defensa de sus marinas propias, se les encomendaba la mucho más complicada protección del Torrent de Pareis, «encare que no sia de vostro districte» (aunque no sea de vuestro distrito).
Los peligros en esta costa eran muy variados. De 1784 a 1828 se mantuvo vigilancia costera sufragada por varios municipios para prevenir los desembarcos no autorizados provenientes del sur de Francia. Fue la gran peste de Marsella de 1720 la que alertó especialmente del problema. Para ello se dispuso una buen contingente de hombres que, como «guardas secretas» de la costa, ejercían en lo posible un cordón sanitario.
El contrabando fue, por supuesto, durante mucho tiempo la actividad económica más importante de la zona. Así, aquellos guardias sanitarios también debían evitarlo con los medios a su alcance. El fracaso era total, y los motivos se entienden conociendo el miserable sueldo que se les pagaba y las condiciones en que trabajaban. En los documentos judiciales que se conservan, las investigaciones abiertas casi nunca concluye en nada claro. La trama de complicidades y apoyos entre los encausados era absolutamente impenetrable. Nadie sabía nada, nadie había visto nada ni oído nada de nada, y una tras otra las denuncias se archivaban.
La dureza de la vida en esta costa la atestiguan estos versos:
A sa platja de Tuent s'hi varen menjar un ca. Ja podeu considerar que era a força de talent | En la playa de Tuent se comieron un perro. Ya podéis considerar que fue a fuerza del hambre. |
O estas otras redondillas:
En es Torrent de Pareis han vengut a bolitjar, en no tenir què menjar és molt lluny de remeis. | Al Torrente de Pareis han venido a «bolichear», * Si no hay nada qué comer está muy lejos de cualquier remedio. |
Sa Costera es un bordell ple d'ortigues i batzers, qui hi va gras hi perd es greix i qui hi va prim hi perd sa pell. | Sa Costera es un burdel lleno de ortigas y zarzas, quien va gordo pierde la grasa y quien va flaco pierde la piel. |
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