Hace un año recibíamos el aguinaldo, precioso, de un Juego de la Oca, el de la imprenta Guasp, enviado por Víctor Infantes. Hoy ponemos aquí un Juego del Coyote (en inglés se conoce como «the fox and the geese»).
Nos ha llamado la atención ese coyote que corre mirando atrás en la disposición iconográfica que estudiamos en el artículo «Canis reversus. Para la iconología del perro que corre» y que luego extendimos a otros animales en las notas «Vulpecula reversa» y «El poder de las imágenes: notas para una rinocerontología». Ahora añadimos el coyote a aquella serie. Pero no debería extrañarnos la aparición de una precisa iconografía histórica en este juego popular, pues es obra del gran maestro ilustrador mexicano José Guadalupe Posada (que, por cierto, también dibujó algún excelente juego de la oca).
En realidad, el tablero de juego anterior lo hemos encontrado mientras repasábamos la obra de Posada admirando el estrecho contacto que establece, en gran parte de ella, con las fotografías del archivo de los Casasola del que hablamos hace poco. En ambos casos se nos pone ante los ojos un mundo complicado, plagado de contradicciones, el México que pasa del gobierno de Porfirio Díaz a la Revolución.
Es cierto que, en una primera lectura, allí donde las fotos de los Casasola testimoniaban una sociedad turbulenta, sin voluntad de intervenir en ella sino solo de representarla (si ello es posible), José Guadalupe Posada parece desafiarnos con una visión crítica, en ocasiones sarcástica o (nunca mejor dicho) descarnada. Pero lo cierto es que en estas crónicas dibujadas hay a la vez una fidelidad a los hechos directa como un espejo, o al menos tanta como en cualquiera de aquellas fotos. Quizá solo cambie el público al que se dirigen uno y otros. De «periodismo del pobre» ha calificado un crítico a esta obra.
En efecto, José Guadalupe Posada fue también un ilustrador de acontecimientos cotidianos y muchos de sus trabajos traslucen los detalles de la vida diaria mexicana: «en las cocinas, las mujeres vestidas con delantal, se afanaban en preparar los alimentos; sobre un hogar de ladrillo el carbón ardiente hacía que olla y cazuela de barro desprendieran aromas agradables; una joven mujer molía en metate los ingredientes para el mole, mientras que la cocinera sostenía un guajolote y al fondo se apreciaba un barril y una jarra de rico pulque...» («Posada, profesional de la imagen», en Posada. El grabador mexicano, Sevilla: RM, 2006, p. 89). Estas escenas aparecen al fondo de muchos de sus trabajos, en las ilustraciones de los cuentos para niños (que recuerdan algo los cuentos de Saturnino Calleja, exactamente coetáneo de Posada, en España).
José Guadalupe Posada fue un trabajador de prensa que empezó a ganarse la vida en los años de la precaria estabilidad y pujanza alcanzada en el México del Porfiriato. Pero fue mucho más que eso. Acabó siendo el gran artista gráfico de finales del XIX, el maestro de los grandes artistas mexicanos del primer tercio del siglo XX y el definidor de una estética tan poderosa que podría decirse que México entero aún no la ha superado. Trabajó hasta morir, pobre, a los sesenta años, el 20 de enero de 1913.
Los artistas gráficos de entonces miraban ante todo a Francia en busca de modelos. Posada buceó en toda la tradición gráfica mexicana y la utilizó en masa, desde la referencias precolombinas hasta los carteles publicitarios de las tabernas y pulquerías. Con estos mimbres, los artistas de fines del XIX nunca pensaron que se pudiera diseñar el futuro. El México revolucionario, sin embargo, se vio de pronto necesitado de una autodefinición fuerte, reivindicativa y, en cierto modo, justificadora del cierre de fronteras y el fin del cosmopolitismo que había marcado a los creadores del gusto de años anteriores. Y allí estaba la obra inmensa de José Guadalupe Posada para fundar sobre ella una estética que hoy nos resulta inconfundible y que parece formar parte del alma y la esencia de los mexicanos desde siempre.
Todas estas imágenes acompañan relatos de sucesos truculentos explicados de un modo sensacionalista y valdría la pena que alguien hiciera una antología de ellos. Por supuesto, los asesinatos de mujeres están a la orden del día. Es muy llamativo el subtítulo, toda una declaración de principios, de la Gaceta callejera: «Esta hoja volante se publicará cuando los acontecimientos de sensación lo requieran».
En cierto modo, la fotografía de prensa de los Casasola acabó con el trabajo de Posada, y con él también acabó una tradición centenaria. Pero mientras esto ocurría, el propio Posada fue suficientemente hábil como para aprovecharse de las fotografías para sus propias representaciones.
Es interesante comparar estas imágenes con las fotos que en estos mismos años vendrán a ocupar por completo el espacio de los ilustradores en la prensa. Por ejemplo, las de escenas militares, con retratos de los protagonistas de la Revolución, o esta soldadera y sus acompañantes, ya dibujados como tipos de características fijas.
Sin duda podemos trazar también una continuidad hacia fenómenos más modernos: los romances o cancioneros de corridos que empezaron a tener un gran favor del público en los años de la Revolución —por ejemplo estos sobre el Tigre de Santa Julia o Valentín Mancera ilustrados por Posada, con todos sus detalles de creación de héroes o antihéroes populares, etc.— son antecedentes claros de los actuales narcocorridos, de los que hablaremos próximamente.
Posada abandonó pronto la comodidad de la prensa burguesa para aliarse con el editor Antonio Vanegas Arroyo, dedicado a la literatura callejera y más popular, o hasta populachera. Pero vale la pena fijarse en la tradición culta que impregna estas imágenes.
Esto no quiere decir que podamos ver en Posada una adscripción inequívoca a los principios revolucionarios. Posada es una personalidad oscura y enigmática en cuanto a su verdadera ideología o sus creencias religiosas (de hecho, los temas de devoción son muy abundantes, y da cauce a esa religiosidad mexicana anticlerical profundamente mezclada con creencias ancestrales). Los lugares en que Posada publicaba, por más que se declararan «a favor de la clase obrera» eran en muchos aspectos conservadores, sin apenas análisis políticos serios e inclinados sobre todo al sensacionalismo y la caricatura. Pero ahí fue donde desarrolló su estilo conciso, acerado y muy rico en expresividad directa, que desborda un fondo amargo más allá de la referencia al tiempo y lugar concretos. Posada es capaz de utilizar temas y motivos procedentes del México tradicional, de la estampa popular novohispana, heredera de la literatura de cordel española (de la que en 2005 se hizo una gran exposición en ciudad de México: La estampa popular novohispana, Museo Nacional de la Estampa) y también del nuevo México decimonónico.
Pero lo peculiar son estas calaveras. Calaveras, esqueletos y más calaveras y esqueletos dan la imagen más extendida de José Guadalupe Posada, cuando en realidad esta parte de su producción no llega al dos por ciento del total. También en esta faceta José Guadalupe Posada es el último gran representante de una tradición literaria y gráfica de más de quinientos años. «El grabado de Posada se transforma en un desfile de personajes, desde los más grotescos hasta los más entrañables: los fenómenos de la naturaleza, los borrachos, los aguadores y demás vendedores callejeros, las soldaderas, las vendedoras en los tianguis, las indígenas en las trajineras de Xochimilco y Santa Anita, políticos, bandidos, cirqueros y maromeros, charros a caballo, policías y federales; éstos a su vez los transforma en calaveras, y entonces el desfile de la vida se convierte en la Danza Macabra» (Montserrat Galí Boadella, «José Guadalupe Posada. Tradición y modernidad en imágenes», en Posada. El grabador mexicano, Sevilla: RM, 2006, p. 55). No podemos dejar de recordar aquí, además de las Danzas de la Muerte, los grabados de aquel extraño libro mexicano de Fray Joaquín Bolaños, La portentosa vida de la muerte, publicado en la imprenta del Licenciado Don Joseph de Jáuregui, en 1792. Con sus calaveras, Posada recogía otra vez unos elementos mostrencos, y hasta despreciados, de la tradición y los ponía en primer plano creando de golpe la estética que hoy nos parece el colmo de lo mexicano.
Los Narcos de Tijuana: «La Muertera». Del disco Levantando el vuelo
Nos ha llamado la atención ese coyote que corre mirando atrás en la disposición iconográfica que estudiamos en el artículo «Canis reversus. Para la iconología del perro que corre» y que luego extendimos a otros animales en las notas «Vulpecula reversa» y «El poder de las imágenes: notas para una rinocerontología». Ahora añadimos el coyote a aquella serie. Pero no debería extrañarnos la aparición de una precisa iconografía histórica en este juego popular, pues es obra del gran maestro ilustrador mexicano José Guadalupe Posada (que, por cierto, también dibujó algún excelente juego de la oca).
En realidad, el tablero de juego anterior lo hemos encontrado mientras repasábamos la obra de Posada admirando el estrecho contacto que establece, en gran parte de ella, con las fotografías del archivo de los Casasola del que hablamos hace poco. En ambos casos se nos pone ante los ojos un mundo complicado, plagado de contradicciones, el México que pasa del gobierno de Porfirio Díaz a la Revolución.
Es cierto que, en una primera lectura, allí donde las fotos de los Casasola testimoniaban una sociedad turbulenta, sin voluntad de intervenir en ella sino solo de representarla (si ello es posible), José Guadalupe Posada parece desafiarnos con una visión crítica, en ocasiones sarcástica o (nunca mejor dicho) descarnada. Pero lo cierto es que en estas crónicas dibujadas hay a la vez una fidelidad a los hechos directa como un espejo, o al menos tanta como en cualquiera de aquellas fotos. Quizá solo cambie el público al que se dirigen uno y otros. De «periodismo del pobre» ha calificado un crítico a esta obra.
En efecto, José Guadalupe Posada fue también un ilustrador de acontecimientos cotidianos y muchos de sus trabajos traslucen los detalles de la vida diaria mexicana: «en las cocinas, las mujeres vestidas con delantal, se afanaban en preparar los alimentos; sobre un hogar de ladrillo el carbón ardiente hacía que olla y cazuela de barro desprendieran aromas agradables; una joven mujer molía en metate los ingredientes para el mole, mientras que la cocinera sostenía un guajolote y al fondo se apreciaba un barril y una jarra de rico pulque...» («Posada, profesional de la imagen», en Posada. El grabador mexicano, Sevilla: RM, 2006, p. 89). Estas escenas aparecen al fondo de muchos de sus trabajos, en las ilustraciones de los cuentos para niños (que recuerdan algo los cuentos de Saturnino Calleja, exactamente coetáneo de Posada, en España).
José Guadalupe Posada fue un trabajador de prensa que empezó a ganarse la vida en los años de la precaria estabilidad y pujanza alcanzada en el México del Porfiriato. Pero fue mucho más que eso. Acabó siendo el gran artista gráfico de finales del XIX, el maestro de los grandes artistas mexicanos del primer tercio del siglo XX y el definidor de una estética tan poderosa que podría decirse que México entero aún no la ha superado. Trabajó hasta morir, pobre, a los sesenta años, el 20 de enero de 1913.
Los artistas gráficos de entonces miraban ante todo a Francia en busca de modelos. Posada buceó en toda la tradición gráfica mexicana y la utilizó en masa, desde la referencias precolombinas hasta los carteles publicitarios de las tabernas y pulquerías. Con estos mimbres, los artistas de fines del XIX nunca pensaron que se pudiera diseñar el futuro. El México revolucionario, sin embargo, se vio de pronto necesitado de una autodefinición fuerte, reivindicativa y, en cierto modo, justificadora del cierre de fronteras y el fin del cosmopolitismo que había marcado a los creadores del gusto de años anteriores. Y allí estaba la obra inmensa de José Guadalupe Posada para fundar sobre ella una estética que hoy nos resulta inconfundible y que parece formar parte del alma y la esencia de los mexicanos desde siempre.
Todas estas imágenes acompañan relatos de sucesos truculentos explicados de un modo sensacionalista y valdría la pena que alguien hiciera una antología de ellos. Por supuesto, los asesinatos de mujeres están a la orden del día. Es muy llamativo el subtítulo, toda una declaración de principios, de la Gaceta callejera: «Esta hoja volante se publicará cuando los acontecimientos de sensación lo requieran».
En cierto modo, la fotografía de prensa de los Casasola acabó con el trabajo de Posada, y con él también acabó una tradición centenaria. Pero mientras esto ocurría, el propio Posada fue suficientemente hábil como para aprovecharse de las fotografías para sus propias representaciones.
Es interesante comparar estas imágenes con las fotos que en estos mismos años vendrán a ocupar por completo el espacio de los ilustradores en la prensa. Por ejemplo, las de escenas militares, con retratos de los protagonistas de la Revolución, o esta soldadera y sus acompañantes, ya dibujados como tipos de características fijas.
Sin duda podemos trazar también una continuidad hacia fenómenos más modernos: los romances o cancioneros de corridos que empezaron a tener un gran favor del público en los años de la Revolución —por ejemplo estos sobre el Tigre de Santa Julia o Valentín Mancera ilustrados por Posada, con todos sus detalles de creación de héroes o antihéroes populares, etc.— son antecedentes claros de los actuales narcocorridos, de los que hablaremos próximamente.
Posada abandonó pronto la comodidad de la prensa burguesa para aliarse con el editor Antonio Vanegas Arroyo, dedicado a la literatura callejera y más popular, o hasta populachera. Pero vale la pena fijarse en la tradición culta que impregna estas imágenes.
Pueden compararse los dragones con los siete pecados capitales que atormentan al «rico
envidioso» con las espadas que cumplen el mismo fin en el purgatorio
del jesuita del siglo XVII, Sebastián Izquierdo.
envidioso» con las espadas que cumplen el mismo fin en el purgatorio
del jesuita del siglo XVII, Sebastián Izquierdo.
Esto no quiere decir que podamos ver en Posada una adscripción inequívoca a los principios revolucionarios. Posada es una personalidad oscura y enigmática en cuanto a su verdadera ideología o sus creencias religiosas (de hecho, los temas de devoción son muy abundantes, y da cauce a esa religiosidad mexicana anticlerical profundamente mezclada con creencias ancestrales). Los lugares en que Posada publicaba, por más que se declararan «a favor de la clase obrera» eran en muchos aspectos conservadores, sin apenas análisis políticos serios e inclinados sobre todo al sensacionalismo y la caricatura. Pero ahí fue donde desarrolló su estilo conciso, acerado y muy rico en expresividad directa, que desborda un fondo amargo más allá de la referencia al tiempo y lugar concretos. Posada es capaz de utilizar temas y motivos procedentes del México tradicional, de la estampa popular novohispana, heredera de la literatura de cordel española (de la que en 2005 se hizo una gran exposición en ciudad de México: La estampa popular novohispana, Museo Nacional de la Estampa) y también del nuevo México decimonónico.
«Los 41 maricones encontrados en un baile». Zincografía. Vemos cómo empieza aquí la metamorfosis de la sociedad mexicana en calaveras mal disimuladas.
Pero lo peculiar son estas calaveras. Calaveras, esqueletos y más calaveras y esqueletos dan la imagen más extendida de José Guadalupe Posada, cuando en realidad esta parte de su producción no llega al dos por ciento del total. También en esta faceta José Guadalupe Posada es el último gran representante de una tradición literaria y gráfica de más de quinientos años. «El grabado de Posada se transforma en un desfile de personajes, desde los más grotescos hasta los más entrañables: los fenómenos de la naturaleza, los borrachos, los aguadores y demás vendedores callejeros, las soldaderas, las vendedoras en los tianguis, las indígenas en las trajineras de Xochimilco y Santa Anita, políticos, bandidos, cirqueros y maromeros, charros a caballo, policías y federales; éstos a su vez los transforma en calaveras, y entonces el desfile de la vida se convierte en la Danza Macabra» (Montserrat Galí Boadella, «José Guadalupe Posada. Tradición y modernidad en imágenes», en Posada. El grabador mexicano, Sevilla: RM, 2006, p. 55). No podemos dejar de recordar aquí, además de las Danzas de la Muerte, los grabados de aquel extraño libro mexicano de Fray Joaquín Bolaños, La portentosa vida de la muerte, publicado en la imprenta del Licenciado Don Joseph de Jáuregui, en 1792. Con sus calaveras, Posada recogía otra vez unos elementos mostrencos, y hasta despreciados, de la tradición y los ponía en primer plano creando de golpe la estética que hoy nos parece el colmo de lo mexicano.
Los Narcos de Tijuana: «La Muertera». Del disco Levantando el vuelo
2 comentarios:
Los felicito por las notas publicadas, hablan de conocimiento, fe en las gentes y esfuerzo.
Gracias por estar.
Desde A Coruña (España) con respeto
¡Muchas gracias a usted, Carlos! Vuelva por aquí cuando guste.
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