Detalle del mapa de Drohobycz y alrededores elaborado por el Instituto Geográfico Militar de Varsovia en 1934
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Entramos en Ucrania por la frontera húngara y avanzamos con prisa hacia Drohobycz porque el día se acorta y tenemos que hacer noche en Lwów. El paisaje de colinas suaves de la Galitzia oriental, todavía verde a finales de agosto, es más dulce con la luz de la tarde. Esta luz y este aire son los protagonistas de las primeras páginas del primer libro de relatos de Bruno Schulz, Sklepy cynamonowe (Las tiendas de color canela, 1933), que él consideraba algo así como una novela autobiográfica: «es autobiografía —dice Schulz— o, más bien, genealogía espiritual, genealogía κατ' ἐξοχήν [por excelencia] ya que presenta la genealogía espiritual hasta la profundidad donde penetra en la mitología, donde se pierde en el delirio mitológico» (B. Schulz, Księga listów (el libro de las letras), 1975, p. 155).
La enrevesada profusión de hierbas, hierbajos, malezas y cardos hierve en el fuego del mediodía. La siesta del jardín vibra con el zumbido de las moscas. El rastrojo dorado grita al sol como la langosta parda; en la lluvia torrencial del fuego chillan las cigarras; las vainas explotan silenciosamente, como los grillos. En dirección a la valla, la mata de hierbas se eleva en una prominente colina jorobada, como si el jardín girará al revés en sueños y sus macizos hombros campesinos respiraran el silencio de la tierra. Sobre estos hombros del jardín la femenina y desaliñada frondosidad de agosto, crecida en los sordos precipicios de enormes bardanas, desbordaba las capas de escamas peludas de las hojas con sus grandes lenguas de verdor carnoso. Allí, esas mujeronas apoltronadas se expandieron semidevoradoras por sus faldas airadas. Allí, el jardín vendía por nada los más baratos ramos de lilas salvajes, la semilla de plátanos olía a jabón, el aguardiente agreste de la menta y todas las fruslerías de agosto. (Las tiendas de color canela, «Agosto», trad. de Elzbieta Bortkiewicz)
La exuberancia verbal de Schulz y su imaginación plástica nombra, adjetiva profusamente, dota de sensorialidad a las frases y busca reconstruir la infancia en un proceso condenado a no completarse nunca —enumerando objetos, mezclándolos en sinestesias que quieren atrapar en su red un mundo de percepciones primitivas, desvanecidas para siempre—.
«Con excepción de breves estancias en Varsovia, Cracovia y Viena y una temporada en París (1938), Bruno Schulz pasó toda su vida en Drohobycz. Esta pequeña ciudad, en parte gracias a haberse descubierto petróleo en sus proximidades, era una encrucijada de negocios y movimientos de personas que la mantenían en contacto con las ciudades de la modernidad, y especialmente con su antigua capital, Viena. Había, por ejemplo, un instituto estatal (Rey Wladyslaw Jagiello), que enviaba a sus mejores alumnos a las universidades de Viena y Lwów, y un cine pionero, el Urania, dirigido por el hermano mayor de Bruno, el ingeniero Izrael «Izidor» Schulz (1881-1935). Por lo demás, la famosa Ulica Krokodyli (calle de los Cocodrilos, que en la realidad era probablemente la Ulica Stryjska), cuyo nombre da título a uno de los relatos más sarcásticos de Schulz, representa precisamente el nuevo rostro de la pequeña ciudad: llena de vida, de negocios, de estafas, hasta el punto de ganarse el apelativo de «la California de Galitzia». Y la obra de Schulz, al tiempo que muestra un mundo casi fuera del tiempo —que es además el mundo de la infancia convertido en mito— es también la representación de un mundo urbano y social que está cambiando de aspecto con gran celeridad». (Francesco M. Cataluccio, «Madurar hacia la infancia. Introducción a Bruno Schulz», Madrid: Siruela, 2008, 13-14).
«Schulz nunca consiguió liberarse de Drohobycz ni abandonar la ciudad, que para él era el único lugar seguro y productor de mitos que existía en el mundo. De la Drohobycz de aquellos años tenemos, sin embargo, una descripción muy diferente, la que nos ofrece el escritor alemán Alfred Döblin (1878-1957), autor de Berlin Alexanderplatz (1929), que escribió reportajes desde Polonia en 1924. Coherente con la imagen que se formó Döblin de la Galitzia oriental como una tierra de pobreza, una imagen que compartían todos los viajeros compatriotas suyos de la época, Drohobycz aparece ante nosotros como un lugar de sórdida miseria. [...] En 1910, Schulz fue a estudiar arquitectura a Lwów, pero la mala salud, la pobreza y la nostalgia lo hicieron regresar al cabo de tres años al pueblo». (Cataluccio, cit., 15).
Las impresiones negativas de Europa Oriental de Döblin, por cierto, las comparten muchos otros escritores alemanes de origen judío (cf. C. Sonnino, Esilio, diaspora, terra promessa. Ebrei tedeschi verso Est, Milán: Mondadori, 1998). El mismo Joseph Roth describe con toda la carga simbólica del silencio y la ausencia de Dios, del exilio de la shekhiná, los paisajes de la Galitzia en que nació. Por ejemplo en su Radetzkymarsch: «Los inhóspitos pantanos cubrían sin descanso toda la superficie de la región, invadiendo los márgenes de las carreteras con sus sapos, sus miasmas y sus hierbas malignas [...] Muchos habían caído en ellos, pero nadie había oído sus gritos de ayuda [...] En primavera y en verano el aire se llenaba del incesante y monótono croar de las ranas, mientras arriba en el cielo se alborozaba el trino igualmente monótono de las alondras» (cit. por Claudio Magris, Lejos de dónde. Joseph Roth y la tradición hebraico-oriental, Pamplona: Eunsa, 2004, 262).
Al fondo, sobre el tejado verde y gris, asoma el frontón de la vieja sinagoga abandonada de Drohobycz.
«El 12 de septiembre de 1939 [hoy hace justo 72 años] la ciudad de Drohobycz fue primero ocupada por los alemanes y después entregada a los soviéticos, el 24 del mismo mes, en virtud del Pacto Ribbentrop-Molotov. En 1941 fue reconquistada por los alemanes que dieron comienzo de inmediato a la labor de persecución y aniquilación de los judíos. Schulz, que ya se había visto obligado a plegarse al terror instaurado por los soviéticos (tomando parte en la farsa de las votaciones para la anexión a Ucrania occidental, se había afiliado al sindicato y se había adaptado a dar clase debajo de los retratos de Stalin y Marx), tuvo que trasladarse al gueto del pueblo. Gracias a su conocimiento de la lengua alemana, fue «empleado» por un oficial alemán, el fanático carpintero austríaco Felix Landau. Fueron vanos, en parte por su indecisión de abandonar Drohobycz, los intentos de sus amigos de Varsovia de hacer que escapara. Cuando finalmente cambió de idea y a través de la resistencia polaca recibió documentos falsos y dinero, el 19 de noviembre, en el curso de una «operación salvaje» de la Gestapo dentro del gueto, lo mató en la calle un funcionario de la Gestapo, Karl Günther, que se jactó del hecho, como venganza porque el "patrón" de Schulz había matado a "su" judío». (Cataluccio, cit., 24).
El cuerpo de Schulz nunca se encontró. Su amigo Izydor Friedman lo sepultó en una fosa común en el cementerio judío, sobre el cual la administración soviética edificó en la posguerra una ciudad-dormitorio. En el lugar donde fue asesinado, apenas hay una lápida en el suelo que pasa desapercibida, mientras el dudoso héroe nacional ucraniano, Stepan Bandera, preside con estatuas, fotos y carteles todas las perspectivas de la ciudad.
Adam Zagajewski escribió un breve ensayo sobre Schulz y su ciudad cuyo título, «Drohobycz y el mundo», hemos utilizado para encabezar esta entrada. Tras haber estado en Drohobycz rastreando las escasas huellas de Schulz, reproducimos esta página que coincide con nuestras propias impresiones.
«... Sus dilemas y conflictos eran el emblema de la periferia, del provincianismo y de la vida intelectual en las comarcas fronterizas, y Schulz necesitaba el vínculo con la provincia más que el aire que respiraba. [...] Hoy en día, contemplamos el destino de Bruno Schulz desde la perspectiva de su muerte absurda en el gueto de Drohobycz, una muerte cuya sombra se extiende a toda su vida. Sin embargo, su biografía abunda en momentos normales y corrientes. Lo más extraordinario en ella es su talento, la habilidad taumatúrgica con la que convierte la vulgaridad en magia. Y precisamente alrededor de eso se concentran sus miedos —los suyos y los de muchos escritores destacados—. Schulz teme que le falte tiempo e inspiración, que lo engulla el suplicio de su día a día en la escuela. [...] En su prosa, el Drohobycz provinciano se transforma en un Bagdad oriental, en una ciudad exótica de Las mil y una noches, y la vida del autor, tocada con la misma varita mágica, se escapa a las clasificaciones. Si no hubiera escrito ni dibujado, no habría sido más que un triste profesor de manualidades, un hijo de la clase media judía, el malogrado heredero de una familia de mercaderes, un soñador que escribía largas epístolas a otros soñadores. [...] Sin embargo, el caso de Schulz es particular: en su obra el enfoque metafísico e imaginativo tiene un contrapeso concreto en la realidad geográfica y familiar de la que saca imágenes a manos llenas, como si recordara que la literatura tiene cuerpo y alma, y que la añoranza neorromántica de los elementos definitivos y absolutos del universo debe compararse y confrontarse con una existencia implacablemente dura, provinciana e idiomática».
«Ese cómplice duro de la mística de Schulz es Drohobycz, una pequeña ciudad de las cercanías de Lwów que Schulz no había elegido, del mismo modo que no elegimos nuestro rostro, nuestros genes ni nuestras pecas. Schulz nació en Drohobycz, una ciudad igual de modesta que su físico. En Drohobycz residía su imaginación, y la imaginación es increíblemente astuta. Permite elogiar de un modo muy ambiguo un objeto real, corpóreo. Encomiarlo, ensalzarlo, alabarlo y adornarlo. ¡Pero esos elogios y adornos no son más que una huida elegante, un truco exquisito que nos permite abandonar el lugar que tanto idolatramos! Convirtiendo en un lugar extraordinario, divino, a un Drohobycz claustrofóbico y mugriento, donde probablemente no había nada hermoso salvo los jardines medio salvajes, los huertos, los cerezos, los girasoles y las empalizadas carcomidas, Schulz pudo decir adiós y abandonarlo».
«Precisamente pudo marcharse hacia el mundo de la imaginación sin ultrajar por ello a su ciudad; al contrario, la elevó a unas alturas insólitas. Hoy en día, incluso en Nueva York saben algo de Drohobycz, un Drohobycz que ya no existe, y todo gracias a los subterfugios alocados de la imaginación de un pequeño maestro de dibujo y manualidades. Para colmo, no se ha salvado más que el Drohobycz creado por Schulz; la vieja ciudad histórica, llena de tiendas judías y callejones tortuosos, desapareció de la faz de la tierra. Ahora existe solo el Drohobycz soviético que —como toda ciudad soviética— es una obra maestra del realismo socialista, lo cual en urbanismo se traduce en una semejanza asombrosa con un gigantesco cuartel». (A. Zagajewski, «Drohobycz y el mundo», en Dos ciudades, Barcelona: El Acantilado, 2006, 235-236).
Antes de abandonar Drohobycz nos acercamos hasta su noble y desolada sinagoga,
hoy en ruinas. Se dice que en su día fue la más grande de Europa.
«Las viejas casas, pulidas por el viento de muchos días, se teñían con los reflejos de la gran atmósfera, los ecos y los recuerdos de los colores diseminados en la profundidad del tiempo policromático. Parecía que generaciones enteras de días estivales desconchaban (como artesanos pacientes quitando el moho de los estucos de las fachadas) los azulejos engañosos y día a día descubrían a la luz la faz verdadera de las casas, la fisonomía de la vida y del destino que iba formándolas desde su interior». (Bruno Shulz, Las tiendas de color canela, «Agosto», trad. de Elzbieta Bortkiewicz)
Anochecía cuando dejábamos atrás la silueta de Drohobycz de camino a Lwów.
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