Recogida en el viejo barrio armenio-judío, la pequeña iglesia armenia está hasta los topes esta mañana. Mucha más gente que en una misa dominical normal. La región del sur de Georgia, habitada por armenios, no se vio afectada por el genocidio de 1915, pero muchos sobrevivientes de las masacres del Imperio Otomano llegaron huyendo hasta aquí. Sus descendientes hoy conmemoran, junto con los armenios dispersos por todo el mundo, que hace cien años, el 24 de abril de 1915, doscientos cincuenta líderes armenios fueron arrestados en Constantinopla, dándose inicio así a la persecución y expulsión de los varios millones de personas que componían la fuerte población armenia del Imperio Otomano.
Una niña de doce o trece años se me acerca con sus enormes ojos oscuros, diciéndome en un florido inglés: «Quisiera preguntarle, caballero, ¿qué piensan en Europa sobre lo que nos pasó? ¿Hay alguien que reconozca que hubo un genocidio armenio?» «Por supuesto, en Europa casi todo el mundo lo reconoce». «Gracias, muchas gracias, caballero», dice con admiración.
El anciano sacerdote habla largamente, con calma. Sólo entiendo frases sueltas del sermón, recitado en el dialecto armenio de Akhaltsikhe: los nombres de los países, las naciones, las personas y, de manera recurrente, metz yeghern, «el gran crimen», como designan los armenios al genocidio. La gente escucha atentamente, asintiendo con la cabeza. «¿De qué hablaba?», pregunto al final de la misa. «Que no hay que olvidar lo que pasó, pero que debemos superarlo y no odiar a los descendientes de los que nos hicieron esto».
Misa en la iglesia armenia de Akhaltsikhe
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