El largo camino a Ushguli


Abro los ojos antes del amanecer en el albergue en Mestia y veo que ha nevado durante la noche. Ni el más ligero soplo de aire. En la luz neblinosa cada tejado, cada árbol, cada valla se perfila con una línea brillante de  blanco puro. Montoncitos de exquisita fragilidad sobre todas las formas, hasta en la rama más pequeña. Los cables eléctricos, combados con elegancia de poste a poste, se han convertido en gruesas cintas blancas, la nieve se ha acomodado con cuidadoso equilibrio, copo a copo, sobre los tendidos eléctricos hasta alcanzar casi cuatro dedos de altura, una imposible tracería que la corriente más leve destruirá.

Nos ponemos en marcha para Ushguli en una furgoneta todo terreno conducida por el dueño de la casa de huéspedes. Las calles de la ciudad están desiertas a esta hora, los charcos reflejan nuestros faros en un rosa helado. El carraspeo del motor alborota a los perros que aumentan sus gruñidos y nos persiguen ladrando por las calles de las afueras hasta convencerse de que no volveremos atrás.


Al salir de la ciudad nos encontramos en una carretera estrecha, tapada por la nieve que de vez en cuando se disuelve en regueros de fango. Corre ceñida a los contornos del valle del río Inguri, casi un torrente zigzagueante alimentado por los surcos que labran los regatos aleatorios del deshielo. Derrumbes, baches, piedras que nos hacen ir frenando o deteniéndonos del todo cuando el conductor ha de salir a estudiar qué tipo de obstáculo se le ha puesto delante. Luego, manejando con habilidad el volante y las marchas cortas, vadea hasta el otro lado entre sacudidas y balanceos. Y seguimos adelante. Así, de este modo, calculamos que recorrer los 40 km hasta Ushguli nos llevará tres o cuatro horas. A veces, en un paso especialmente malo hay que salir a empujar. Hundimos los pies en la nieve y con todas nuestras fuerzas ayudamos a los neumáticos, que resbalan girando como galaxias de goma en un universo de hielo, a encontrar una superficie de agarre y poner de nuevo rumbo a Ushguli.


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Saliendo de una curva, un arroyo corta la calzada en un profundo surco que arrastra también algunos pedruscos. Palmo a palmo, con enorme cuidado, logramos llegar casi al otro lado y el chófer está a punto de dar el último acelerón para salir de la zanja. En este instante uno de los neumáticos delanteros desplaza abruptamente un canto rodado. La furgoneta pierde el control y la panza golpea el suelo con el violento sonido de roca contra acero. Sigue el silencio de una parada completa. El motor no funciona. Intenta arrancarlo varias veces pero no hay manera. Al chocar sobre la roca se ha estropeado el sistema de alimentación de combustible.

Telefonea al pueblo de al lado y en pocos minutos llega otro vehículo con tres hombres, seguidos de un cuarto montado a pelo en un caballo pardo. Después de mucha discusión y movimientos de cabeza con el capó abierto, el conductor se decide a tumbarse bajo el coche para inspeccionar los daños.


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Decide hacer otra llamada, esta vez a un pariente suyo que vive en Mestia, para que venga y nos lleve él el resto del camino. Asistimos entonces admirados al espectáculo de nuestra difunta furgoneta remolcada por un yunta de cuatro bueyes, dos machos con cuernos, delante, que guían a dos vacas, detrás, por la carretera de montaña que sube a Kala, el pueblo más cercano, donde el nuevo conductor se reunirá con nosotros.

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Caminamos delante de los bueyes. Pasamos ante unas casas abandonadas cuyas ventanas con persianas torcidas boquean mudas en un desmoronamiento de yeso. Suponemos que a medida que la atracción por el estilo de vida moderno se hace más realizable la gente simplemente descarta este tipo de construcciones por otras mejores y en mejores lugares. Ahora no nos resulta difícil percibir el aislamiento de pleno invierno en este lugar inaccesible. Una interpretación notablemente fina de la cara de Stalin decora el yeso de uno de los muros.

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Al poco nos despedimos del primer piloto y subimos al jeep del sustituto. Como para señalar que se inicia un nuevo capítulo en la aventura, tras unas cuantas curvas el carácter de la carretera también cambia. Se hace más estrecha, un poco más burda, más traicionera. Tiene un grado menos de consolidación que el tramo anterior, con una gran pared de roca a nuestra izquierda y una caída amenazante a la derecha. A medida que el sol empieza a asomarse de manera intermitente tras la manta de nubes, una imagen como de otro mundo se despliega ante nosotros: montañas en fantasmales sudarios de nieve, erizadas de árboles negros, contra un cielo azul profundo, entreverado de nubes.




Llegamos a Ushguli al final de la tarde, en su alto y remoto valle, sin ni una sola carretera de acceso antes de la década de 1930, y aún aparentemente inmune al paso del tiempo. Rodean el pueblo unas laderas blancas suaves de campos cubiertos de nieve que se elevan gradualmente hasta los picos dominantes allá arriba. Apenas queda una hora de luz para explorar las torres defensivas svan, las estructuras más características de la región, o para tener una primera idea de esta población extraordinaria. Es patrimonio mundial declarado por la UNESCO y se define como el asentamiento más alto de Europa que permanece habitado todo el año.


Paseamos entre las milenarias edificaciones de la aldea inferior, algunas datan del siglo VIII. De vez en cuando se ve una vaca o algún caballo de osamenta triste, pero no hay personas. Nos envuelven las paredes de lascas grises, irregulares, que dan vida a líquenes de color naranja oxidado y esconden finas briznas de hierba, ahora seca. Rompe el silencio de tanto en tanto un gallo, el ladrido de un perro o el mugido de una vaca descontenta. Una pequeña jauría de perros semisalvajes con pinta de tener hambre ha advertido nuestra presencia e intentamos seguir tomando fotos en la poca luz que queda sin perderlos de vista.


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Finalmente, nos reunimos con el conductor en la carretera principal, en el núcleo superior de casas. Estamos fríos y hambrientos, sin haber comido nada desde el desayuno. El conductor nos propone ir a casa de una gente que conoce, de modo que escalamos a resbalones y tropezones el sendero rocoso que aquí hacen pasar por calle de pueblo. De camino nos cruzamos con un grupito de niños que vuelven a casa al salir de la escuela local. Les acompaña un gran perro ovejero de raza caucásica y son guiados por dos muchachos que nos saludan con orgullo en inglés. Devolvemos el saludo dándoles la enhorabuena y sonríen corriendo sendero abajo.

Llegamos a la casa. Una mujer se asoma a la ventana para observarnos. Nos invita a entrar en una cocina cálida, humeante, donde está preparando la khachapuri para la cena familiar. Nos hace un hueco en la mesa.


Su suegro, de unos setenta años, entra en la cocina atraído por el ruido de los huéspedes («Un huésped es un regalo de Dios», dice un viejo refrán georgiano). Trae consigo una botella de aguardiente casero. Nos cuenta que durante la época soviética fue piloto de aviación con base en Kiev, y ahora enseña ruso a los niños de la escuela. Cuando comemos brinda con nosotros tres veces (tres veces es la costumbre, nos dice), por la familia, por la amistad, y para que no haya guerra en Donetsk, ni en Abjasia, ni Osetia del Sur.


Más tarde, ya de noche, de vuelta en Mestia nos reunimos de nuevo con el primer chófer durante la cena en su albergue. Las mujeres de la casa nos sirven abundantes platos de magnífica comida casera y una jarra de vino blanco. Entre buenos tragos y los inevitables, pero sinceros, brindis a la amistad y similares, nos dice con orgullo, «Ha sido muy útil esa avería, así habéis sido testigos de cómo mis vecinos me respetan y vienen a ayudarme cuando los necesito».


1 comentario:

Núria Borràs dijo...

Hola! Estoy en Mestia buscando información sobre Ushguli, y qué agradable sorpresa, me encuentro con un relato precioso, escrito con una prosa cuidada y rica, llena de detalles. Me encanta.
Saludos y más relatos!