Nos acercamos a Xinaliq por encima de una cinta de asfalto con los bordes deshilachados, volando. Es como si flotáramos muy alto sobre el fondo del valle, con sus pequeños pueblos escondidos, planeando sobre las manchas verdes de los bosques, sobre las revueltas de la carretera que dejamos atrás, sobre todas las cosas. Durante un rato nos emparejamos con dos águilas, sobrevolándolas como en un hechizo al cruzar la elevada cresta del paso que conduce a esta antigua población. En los rayos de un sol cegador contra una suave cortina de cielo azul, las plumas de las águilas se agitan por la columna de viento. Una nos mira como si nos conociera.
La carretera se desmigaja por los costados, y en ocasiones parece dispuesta a deshacerse y volver simplemente a ser parte del acantilado, ceder al inexorable caos precariamente sometido al orden humano. Es cuestión de tiempo. Puede ocurrir en cualquier momento, quizá ya no esté ahí cuando queramos volver.
Las escarpaduras nos rodean dando brincos brillantes, danzarines, hasta alturas vertiginosas sobre nuestras cabezas. Las formas de las rocas bailotean, giran alrededor mientras trenzamos nuestro ondulante avance interpretando la partitura de los ingenieros que cortaron el terreno y abrieron paso en la ladera de la montaña hace nueve años. Nuestras cabezas naufragan, y el efecto se completa con el sabor dulce del aire, veteado de residuos terrenales de la trashumancia, de un penetrante olor a estiércol, a sudor humano, a hierba seca y polvorienta. El agua gorgotea al caer por la cara limpia del cortado y verterse por las cunetas, nítida, bruñida, con gusto a nieve.
Puede ser por efecto del fino aire, de este sol desinhibido o del movimiento serpentino del coche, pero hemos alcanzado un estado de energía más allá del que provoca la mera satisfacción visual o la contemplación de la belleza, quizá sea algo así como el éxtasis de los grandes pintores románticos, o como lo que se cuenta de Turner al cruzar los Alpes absorbiendo el paisaje con los ojos, erguido sobre el pescante del coche. Estamos aquí, esto es real. La roca es dura, el viento poderoso, el sol tuesta y enrojece la piel. La gravedad empuja siempre hacia el abismo.
Carretera a Xinaliq. Habil Aliyev, kamanche
Aquí arriba vive gente que ha subsistido increíblemente durante 3000 años en este aislamiento. Nadie a aparte de lols (y unos pocos eruditos) entienden su lengua. La fonología del khinalug parece ser muy rica. Según la Wikipedia, el alfabeto cirílico del khinalug necesita 74 caracteres para representar su repertorio fonético, incluyendo dígrafos, trigrafos, and tetragrafos. Recientemente se ha introducido un alfabeto romano basado en el turco que reduce el número de letras a 50. En cualquier caso, nuestro anfitrión local, nativo, nos obsequia con ejemplos de sus formulaciones del género, mostrándonos cómo las formas verbales cambian según se refiere a un hombre o a una mujer.
“Xinaliq is believed to be an ancient Caucasian village going back to the Caucasian Albanian period. According to Schulze (1994), both the local history and the linguistics of Xinaliq clearly indicate that the early speakers of Xinaliq had once migrated into their present location, during the period from 1000 BC to 300 AD. It is believed by the Xinaliq residents that the ancestors of the Xinaliq people were followers of Zoroastrianism. In the 3rd century they converted to Christianity and then to Islam in the 7th century. All residents are Muslim. Because of the high altitude and its remoteness, the Xinaliq village and its residents have managed to survive and withstand many invasions the region has witnessed. The area has many historical sites including ancient holy caves.”
Xinaliq: Language, People and Geography, Tamrika Khvtisiashvili, University of Utah in Journal of Endangered Languages, Winter 2012.
Nos apartamos de la carretera para admirar la escena. Allá abajo, los pastores conducen sus rebaños de ovejas –la riqueza, el tesoro y la industria de estas comunidades– de un pastizal a otro. Se deslizan lentamente sobre las rudas superficies del fondo del valle y las partes menos abruptas de las laderas. Desde nuestra cómoda atalaya, vemos un amasijo tembloroso de puntos amarillo pálido que se mueve concertadamente, empujado por pequeños hombres a caballo y perros. Al abandonar el suelo pedregoso y alcanzar por fin los prados más frescos, un mar de clorofila, las ovejas se animan y empiezan a correr esparciéndose sobre el mantel verde como una nube dispersada por el viento.
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