En la mesa de al lado clientes habituales en traje de domingo echan una partida, pantalón planchado, camisa blanca. Clavan las fichas con fuerza sobre la mesa con un vibrante chasquido, tal como recuerdo hacer a mi abuelo durante mi infancia. Sonrío con el recuerdo. El viejo me mira como disculpándose, como un chaval cogido en falta. Do, vociferan, dos, chahor, cuatro, pendj, cinco. Escucho con sorpresa. Bo otobus-e si soʿati yad, llega en el autobús de las tres en punto, dicen de alguien. Y aunque en los primeros siglos después de Cristo, los soldados persas se asentaron aquí en el Cáucaso, en la frontera norte del imperio, no podían haber llevado consigo un autobús, así que el término hubo que tomarlo de una lengua moderna, pero el resto de palabras es una herencia persa cuidadosamente preservada, aún más o menos inteligible para un oído persa. Estoy en casa.
Hoy el pueblo, ochocientas almas, solo usa la mezquita de abajo porque en la superior han instalado un museo. Aún así, antes de entrar hay que quitarse los zapatos. El joven encargado se alegra de poder practicar inglés con un extranjero pero le pido que nos guíe en la lengua tat. Me mira incrédulo; empieza a decir lentamente, casi sílaba a sílaba: Lahij se compone de siete partes del pueblo… las palabras turcas se mezclan con un arcaico, lapidario persa, como si quisiera gritar al otro lado de una línea divisoria de dos mil años, como si la guarnición perdida quisiera rendir cuentas a un comité de inspección que llega de la metrópolis dos mil años más tarde. El tiempo se despliega ante mí como un panorama montañoso. Bâle, motevadjam, sí, comprendo, digo. La mujer de la taquilla baja sus agujas de calceta y abre mucho los ojos. «Cómo puede saber usted lahiji?», me pregunta. «hablo persa», le respondo. Finalmente, la visita acaba y salimos del museo, un pequeño grupo nos espera delante de la antigua mezquita, tengo que decirles unas pocas palabras a cada uno, las palabras tat y persas se abrazan como un puente sobre la trinchera del tiempo.
Lahij, al igual que Xinaliq, era hasta hace poco muy difícil de visitar. El poblado mira hacia el paso de montaña por donde se esperaba al enemigo. A su espalda, en dirección a la antigua Persia, la fortifica un muro de montañas solo quebrado por la profunda hoz del río Ghidirman. La carretera, excavada hace pocos años en la roca siguiendo el río, es una vía dura, aún difícil de recorrer en coche y solo transitable con seguridad entre el deshielo de primavera y las lluvias de otoño. Es el período en que los artesanos de Lahij, descendientes de los antiguos armeros, hacen su negocio con el goteo de turistas.
En un tiempo hubo doscientas herrerías en Lahic pero tras el colapso de la Unión Soviética quedaron solo ocho. Desde entonces no hay demanda para más, aunque los lugareños ponen todas sus esperanzas en la nueva carretera que cruza treinta kilómetros de tierras montañosas. Es domingo, llegan dos autobuses de turistas desde la ciudad de Ganja, a unos doscientos kilómetros. Estudiantes de inglés de segundo y tercer año que vienen aquí por primera vez. Recorren las calles del pueblo en grupos de cinco o seis, antes o después, todos acabarán acercándosenos, educadamente, como cachorros, quieren fotografiarse con los extraños. Es la primera vez que cualquiera de ellos habla en inglés con un extranjero. Están tan emocionados como antes aquellos otros jóvenes tats. Experimentan por igual que por medio de esa lengua que ahora hablan entran en una comunidad con una gran, pero también remota, cultura, cuya existencia es desde ahora algo cierto y palpable, que les ha enviado hasta allí estos mensajeros de carne y hueso.
Dariush Talaʿi: Hejâz. Mirza Abdollah radifja, Âvâz-e Dashti (1999)
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