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Hossein Alizadeh: شوق رفتن Shuq-e raftan, La manía de viajar. Del álbum Az آواز گنجشکها Âvâz-e gonjeshkhâ, La canción de los gorriones
Los edificios de adobe tienen una rica ornamentación, antigua de siglos: puertas talladas con citas del Corán, refrescantes celosías geométricas, contundentes aldabas de hierro, bóvedas con muqarnas. Desde la espaciosa terraza de la Mezquita del Viernes –único edificio encalado en blanco– se distingue la colina del otro lado con un santuario de Zoroastro todavía en uso.
A pesar del calor, los vecinos están en la calle, yendo a sus asuntos, a sus negocios, o simplemente sentados ante la puerta de la casa, hablando en voz muy alta entre el gentío, en este idioma mantenido aquí durante mil quinientos años. “¿Oye cómo hablan?” me pregunta Mohammed en tono reverente. También se dirigen a nosotros, nos ofrecen agua y manzanas, les ayudamos a colocar unas cajas en el camión. La mayoría llevan trajes tradicionales. Los hombres, calzones anchos negros, de seda. Los vestidos de tela estampada de las mujeres recuerdan la antigua ropa zoroástrica.
El pueblo no está habitado únicamente por vivos. Tras casi treinta años, el culto a los mártires locales caídos en la guerra irano-iraquí de 1980-88 está bien presente en Abyaneh, como en cualquier parte de Irán. Tienen su santuario propio en el patio de la mezquita y sus imágenes están en las esquinas de las calles y en el dintel de las pequeñas capillas que les han dedicado.
El culto a los mártires es un rasgo fundamental de la religión chiíta, gestada bajo la constante persecución de los suníes, y cuyos santos imanes, todos, han sido objeto de martirio salvo el último, el Mahdi, que está oculto y volverá al fin de los tiempos para juzgar junto con Jesús. La nakhl o “palmera de dátiles”, el catafalco simbólico del Imam Huseín, nieto de Mahoma asesinado por el califa usurpador suní en la batalla de Karbala, se expone todo el año en el balcón del santuario de Huseín. En las ciudades del desierto de Irán, lo llevan en procesión durante el aniversario de la batalla, el Día de Ashura.
Gitanas de ropa coloreada recorren las calles en el mediodía abrasador con niños en brazos, pidiendo de puerta en puerta. “Vienen del sur”, me susurra Mohammed, “aquí, en la provincia de Isfahán los rumi son artesanos, no mendigos.” Una de las muchachas gitanas evita que la fotografiemos interponiendo al niño al coger nuestra limosna. Otra nos mira con extrañeza, como si nunca hubiera visto una cámara. Pasa a mi lado hacia una tienda sin pedirme dinero.
Al lado de la mezquita una mujer mayor cose sentada en el umbral de su casa. En un viejo bote de pintura vende unos folletos informativos muy bien elaborados sobre el pueblo. Compro dos diferentes por siete euros, pero Mohammed no me permite pagar esta cantidad. Me indica que un total de dos euros está impreso y bien visible. Empieza un regateo largo y preciosamente coreografiado. El resultado final son cinco euros, con todos contentos.
La terraza del hotel y restaurante Viuna, arriba del pueblo, tiene una vista extraordinaria sobre todo el lugar. El dueño, Hamid, ingeniero, trabajó muchos años en Bangalore, al sur de la India. De allí importó sus conocimientos sobre la gestión turística. El hotel fue construido en el estilo tradicional de Abyaneh, con muy buen gusto, sin exageración alguna. En las mesas, juegos de té y pipas de agua decoradas con el retrato del sha Nasser al-Din; en las paredes, buenas fotos de las casas antiguas de Abyaneh, así como de niños y ancianos en traje tradicional. “¿Quién es el fotógrafo?” “Yo”, dice Hamid, y me muestra orgulloso un grueso folleto también con sus fotos, la publicación del hotel. La tradición está en buenas manos.
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