¿Se puede fotografiar la oscuridad? En el último Babelia Antonio Muñoz Molina escribe sobre la exposición de fotografías que con el tema Night Vision: Photography After Dark se inauguró hace poco en el Metropolitan Museum. Desgraciadamente, en la web de la exposición se publican tan solo unas pocas, y aun estas no muy interesantes. Por eso, nos ha parecido que podíamos ilustrar nosotros el texto de Muñoz Molina con una selección propia. Salimos de la exposición neoyorquina para adentrarnos en aquellas noches olvidadas, de un tiempo que ya solo pervive en estas imágenes.
En lo más lejano de mi memoria hay oscuridades nocturnas anteriores a la omnipresencia de la iluminación eléctrica. Recuerdo bombillas débiles en algunas esquinas y lámparas con pantalla metálica colgando de cables tendidos a través de las plazas, moviendo juegos de grandes sombras y claridades rojizas cuando las agitaba el viento en las noches de invierno. Recuerdo ir bien abrigado en brazos de mi padre, una bufanda de lana picante tapándome la boca, y sentir vértigo al doblar el cuello para mirar el cielo inundado por muchas más estrellas de las que he vuelto a ver nunca, vibrando en el fulgor de niebla de la Vía Láctea.
En otra época, muchos años después, el fotógrafo Ricardo Martín captó la luz de las bombillas en alguna de aquellas esquinas, todavía intocadas, en los mismos lugares donde yo había jugado de niño, donde los niños nos quedábamos jugando hasta bien entrada la noche, hasta que las madres se asomaban para llamarnos porque la cena estaba preparada. En esas plazuelas tan bien provistas de sombra nocturna, tan limpias todavía de faros y motores de coches, el fin de la claridad del día traía consigo el momento de contar historias: cuentos de aparecidos, rumores sobre la presencia de una fraternidad de tísicos que se alimentaban de sangre fresca de niños, de la Tía Tragantía o del Hombre del Saco, al que en nuestra tierra llamaban también el Tío Mantequero. Había un cierto portal de una casa desierta al que la luz de la esquina no llegaba, y en el que era posible que se agazapara una bruja. El desafío era armarse de valor y cruzar a solas la zona de negrura, cantando para darse ánimos:
Ay qué miedo me da
De pasar por aquí,
Si la bruja estará
Esperándome a mí.
De pasar por aquí,
Si la bruja estará
Esperándome a mí.
Ahora comprendo que era una noche antigua, preindustrial, que se oscurecía del todo en las ocasiones nada infrecuentes en las que se iba la luz. En la imaginación literal de los niños las metáforas más comunes del idioma se fijan con una precisión de aguafuertes: al fondo de una callejón, más allá de la bombilla de la esquina, era verdad que estaba tan oscuro como la boca de un lobo: el gran lobo de fauces abiertas de los cuentos y de las pesadillas, la boca de negrura que lo engulliría a uno si se aventuraba más lejos de lo que debía, o si le tocaba la mala suerte de encontrarse con una de aquellas presencias de la mitología popular infantil, símbolos tal vez de esos adultos crueles, fantasmales, verdaderos, que inmemorialmente se han cebado con la debilidad de los niños. Una abuela encorvada, los hombros cubiertos con una toquilla de lana, la cara oculta a medias por un pañuelo atado a la barbilla, podía ser una bruja o proyectar sobre la calle empedrada la silueta de una bruya. Y había hombres inexplicables y siempre algo siniestros que se nos acercaban cuando íbamos solos para preguntarnos algo, o que se nos arrimaban a los muslos en la otra oscuridad del gallinero de los cines.
El reverso de aquellas noches de tiniebla llegaba una vez al año en las iluminaciones de la feria, que por comparación, por falta de costumbre, nos parecían mucho más cegadoras de lo que serían en realidad, las guirnaldas de bombillas pintadas de colores, el vértigo de las luces de la noria, los reflectores que exageraban el colorido de los cartelones del circo. Pero se apartaba uno de la feria, casi dormido de cansancio, de la mano de sus padres, y a la vez que se amortiguaba el ruido de los altavoces de las tómbolas y de las músicas de los carruseles se hacía más evidente el regreso a la oscuridad cuando se caminaba de nuevo por los callejones habituales, resonantes con los tacones de los duros zapatos de domingo que se habían puesto los adultos, tan poco acostumbrados a ellos.
Sin que nos diéramos cuenta, muy gradualmente, la noche se fue llenando de claridad en los mismos años en los que salíamos de la infancia. La noche luminosa era el gran espejismo con el que nos atraían las ciudades. No olvido nunca el impacto del niágara de luces de la Gran Vía de Madrid la primera noche que llegué a ella doblando una esquina de la plaza de España, mi primera noche de casi adulto que cumplirá dieciocho años dentro de unos días y acaba de dejar su maleta todavía cerrada sobre la cama del cuarto de pensión en el que increíblemente va a vivir por su cuenta a partir de ahora, dueño de sus actos y de sus pasos, dócil a la llamada y a la palpitación de la ciudad.
En un par de salas recónditas y muy poco iluminadas del Metropolitan hay una exposición que tiene algo de historia natural de la noche del siglo XX, de esas tinieblas que a través de la fotografía y del cine en blanco y negro han influido en nuestra imaginación hasta el punto de modelar también nuestros recuerdos. Arte de la luz, la fotografía se volcó muy pronto en la exploración de la noche, en cuanto los medios técnicos lo permitieron: películas más sensibles, cámaras portátiles, flashes.
Los bulevares de la ciudad burguesa, los escarapates, los faroles de gas, los callejones solitarios, dieron lugar a la figura del caminante curioso y haragán, inventor de historias de desconocidos. Baudelaire y Jack el Destripador son criaturas nocturnas del siglo XIX. Liberado del encierro en su estudio, con la cámara al hombro, con su instinto a la vez primitivo y moderno de merodeador, el fotógrafo de la noche es un personaje del siglo XX, un Tío Mantequero cuya silueta es proyectada sobre los adoquines por la luz de una farola, un espía de las vidas ocultas de otros, un explorador del país desconocido en el que se convierte una gran ciudad en cuanto cae la noche, sobre todo esa noche ambigua que dura hasta el final de los años cincuenta, hasta la llegada en la fotografía en color.
Brassaï en París, Bill Brandt en Londres, Josef Sudek en las deshabitadas noches comunistas de Praga, la intrépida Berenice Abbott subida a las terrazas de los edificios más altos de Nueva York para tomar fotografías en cuanto cae la noche anticipada de diciembre, entre el momento en que se encienden las luces en todas las oficinas todavía llenas de gente y el otro momento en que los edificios se quedan vacíos y las luces empiezan a apagarse. Weegee alumbrando con el descaro clínico del flash un cadáver que parece flotar hinchado boca arriba sobre un charco de sangre o una cabeza cortada que la policía de Nueva York acaba de descubrir al pie de los pilares de hierro de un tren elevado.
Esa es la noche fotográfica que se parece a mis recuerdos, o a recuerdos conjeturales que bien pudieran ser míos: la cúpula de la catedral de San Pablo iluminada por la Luna llena y rodeada de edificios espectrales en ruinas después de una incursión de los bombarderos alemanes, en una foto de Bil Brandt; el horizonte nocturno del mar fotografiado por Hiroshi Sugimoto, a la vez impenetrable y etéreo, como un cuadro de Rothko. En alguna parte, y no solo en esas fotos, perdura la noche sin fisuras de la memoria más antigua.
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