Las monumentales estatuas de bronce de Stalin y Lenin se erigían, antes de la caída del socialismo, en dos de las principales plazas de Tirana. La de Stalin ocupaba la plaza principal, sobre el pedestal donde hoy se encuentra la estatua de Skanderbeg. (Ya escribí con el título «Pero la piedra permanece» sobre el papel imprescindible que jugaron los pedestales de monumentos de regímenes anteriores como bases ready-made para las estatuas del nuevo sistema). La de Lenin, al sur de allí, en el bulevar Dëshmorët e Kombit, es decir, de los Mártires del Pueblo.
Con el cambio de régimen, los manifestantes de 1991 derribaron de sus pedestales estos símbolos convertidos en inaceptables. Pero no tuvieron la previsión de trocearlos, como en Budapest en 1956, y los líderes literalmente caídos hallaron refugio en el patio trasero de la Academia de Bellas Artes, a la sombra del antiguo palacio real, frente a la pirámide construida como mausoleo de Enver Hoxha. Allí sobrevivieron las accidentadas décadas de la democracia albanesa, con la esperanza de que el pueblo regresara algún día al culto a la personalidad más acorde con sus tradiciones, y que entonces llegara de nuevo su hora. Mientras tanto no estaban a la vista, pero quien sabía de ellos podía entrar libremente al patio y fotografiarlos.
La otra gran estatua de Stalin, visible en el lado derecho de la foto, no estaba en el centro de la ciudad, pero sí en un lugar destacado, delante del ayuntamiento del barrio Kombinat, al suroeste del centro y sede de las grandes fábricas textiles, como muestra la foto siguiente:
Sin embargo, bajo el amparo del Covid, como en otros lugares, mucho cambió también en Tirana. Tras cinco años quise volver a visitar el patio, pero me encontré con una escena como la de Boka en Los muchachos de la calle Pál. En el patio y sus alrededores se alzaba ya la estructura de hormigón de un nuevo edificio; las estatuas habían desaparecido. Pregunté al policía de guardia frente a la entrada, pero al mencionar los nombres su rostro se endureció y en inglés me respondió que no sabía inglés.
Junto al búnker de hormigón dedicado a las víctimas del comunismo, un guía improvisado explicaba a turistas italianos. Le pregunté a él, y con soltura me indicó el camino hacia la villa de Mehmet Shehu.
Mehmet Shehu, que pasó de hijo de mullah a revolucionario ardiente, voluntario en la Guerra Civil española y fanático seguidor de Stalin, se ganó el reconocimiento de Enver Hoxha con su intransigente purga como comandante en jefe del ejército popular albanés tras 1944. Hoxha le recompensó con el puesto vacante de Koçi Xoxe, ministro del Interior purgado. Durante toda su vida Shehu fue la figura número dos tras Hoxha, manteniendo siempre una línea dura. Cuando en una visita a Moscú Jruschov le preguntó cuál consideraba el mayor crimen de Stalin, Shehu le respondió sin rodeos: “que no lo eliminó a usted a tiempo”. Fue él también quien selló la alianza fraterna entre las dos últimas bastiones del estalinismo, China y Albania, que perduró hasta la caída del sistema.
Pero Shehu no sobrevivió hasta entonces. El 17 de diciembre de 1981 fue hallado muerto en su villa, con un disparo en el pecho. La versión oficial habló de suicidio. Poco después, arrestaron a su hermano, esposa, hijo y dos hijas. Todos murieron en prisión en los años 80. Su hijo menor, Bashkim Shehu, tras la caída del socialismo, intentó reivindicar su memoria afirmando que su padre fue víctima de un asesinato político, y lo dijo abiertamente en televisión. Como suele ocurrir en las mitologías, detrás de los hechos había que buscar a una mujer: el hermano de Shehu se había enamorado de una mujer de familia poco afín al régimen; algunos de sus parientes estaban en EE.UU. y otros, no por casualidad, en cárceles albanesas. El jefe de la temida policía secreta, la Sigurimi, intentó convencer a Shehu de que influyera en su hermano, pero él solo respondió: “Es joven. Que ame.”
La versión de Bashkim Shehu cobra fuerza porque tras la muerte de su padre no solo su familia desapareció en prisión, sino que él mismo resultó ser un astuto espía yugoslavo, estadounidense y ruso. Enver Hoxha lo escribió abiertamente en su libro de 1982 Los titistas, dedicando varios capítulos a describir su perfidia.
Sobre la caída y muerte de Shehu apareció otro libro mucho más legible, años después de los hechos y del fin del régimen: El sucesor (Pasardhësi), de Ismail Kadaré, considerada quizá su obra más grande.
Pues bien, en su jardín hallaron hogar Stalin y Lenin. En el mejor sitio, junto a su último devoto. Una señal al inicio del camino privado prohíbe el paso, prohibición que refuerza un guardia armado con gestos inequívocos. Dicen que la casa la usa el gobierno para actos protocolarios. En cualquier caso, vimos salir un coche negro blindado, y el guardia lo saludó militarmente. ¿Acaso sigue siendo sede de la policía secreta? Sería acorde con el espíritu de las estatuas.
Aunque no podamos acercarnos a la puerta, desde el parque vecino podemos fotografiar la villa y las estatuas visibles. Bajo los árboles se distingue bien la cabeza de Lenin, y justo tras la puerta se alza Stalin, con el infame coche negro de la Sigurimi, un UAZ soviético, hoy un clásico. ¿Será que para los veteranos comunistas siguen usando ese coche para que entren en ambiente de inmediato?
El régimen, sin embargo, aprendió algo: para legitimar la presencia de las estatuas adoptó un argumento tomado de la oposición. Según este, las estatuas se encuentran allí como instalación artística. Extraño argumento en una época en que la definición del arte incluye cada vez más la interactividad, es decir, que no solo la mano del artista, sino también el ojo del espectador hace el arte. Aquí, escondidas en el jardín de la villa y manteniendo alejados a los posibles espectadores con fuerzas de seguridad, cumplen más bien la definición medieval del arte, donde bastaba con que Dios las viera.
No sé si quiero ese nuevo y bello mundo, que a todas luces ya se prepara, en el que esta instalación volverá a recibir plena publicidad.
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