Quizá recuerden que hace un año presentamos una carta abierta de Anna Belousovová, vicepresidenta del ala derecha nacionalista gobernante por entonces en coalición en Eslovaquia, donde defendía la lengua eslovaca por verla seriamente amenazada. Entonces también recordarán que aquella breve carta de la antigua maestra de matemáticas y geografía, según los comentarios de lingüistas eslovacos publicados en el diario SME.sk, contenía más de veinte errores ortográficos.
Por increíble que parezca, este récord ha sido batido recientemente por el vicepresidente del partido conservador gobernante en coalición en Hungría, Pál Schmitt, quien, desde agosto de 2010, es además presidente del país. En sus primeras declaraciones reclamó la defensa de la lengua húngara, según él inmersa en un serio problema de corrupción. En Hungría, donde el poder ejecutivo real está en manos del primer ministro, el papel del presidente es meramente representativo y lo elige el parlamento. Ya en agosto quedó claro que este antiguo profesional —y campeón— de esgrima no fue elegido tanto por sus imponentes dotes intelectuales como por su lealtad inquebrantable al partido en el gobierno y, personalmente, a su líder. En consecuencia, no se esperaba que escribiera nada más que su nombre debajo de las nuevas leyes previamente sancionadas por el parlamento, cosa que cumplió con diligencia más de cien veces hasta ahora. Sin embargo, en Año Nuevo se sintió llamado a dirigirse a su pueblo con un discurso escrito por él mismo. El discurso produjo gran sorpresa general no tanto por su contenido, banal y desgarbado como era de esperar, sino por su ortografía. El sucinto escrito, tal como fue publicado en la web personal del presidente, contenía no menos de diecisiete errores graves, dos de ellos hirientes justo en el primer verso del himno nacional húngaro citado al final del texto.
La hilaridad pública que siguió a la difusión del escrito forzó al gabinete del presidente no solo a cerrar de inmediato la página, sino a publicar una declaración afirmando el compromiso del gobierno con la defensa de la lengua húngara y prometiendo corregir en el futuro cualquier texto que saliera de presidencia. Por desgracia, esta breve nota, de unas 120 palabras, también contenía nueve errores graves, contando el nombre de pila del propio presidente.
Si piensan que estos fuegos artificiales de Año Nuevo en defensa de la lengua húngara no pueden mejorarse, carecen ustedes de imaginación. El punto sobre la i lo puso el anuncio publicado en una de las principales páginas de anuncios que paga la oficina presidencial pocos días después de aquellas declaraciones de purismo linguístico. En él se solicitaba urgentemente un corrector de textos oficiales. Y en no más de ochenta palabras había diecisiete errores, tantos como en el discurso original de Pál Schmitt.
De acuerdo, este anuncio se reveló enseguida como una broma, un hoax, como ya sugería su irónico enunciado. Sin embargo, a la luz de los dos documentos oficiales anteriores sonaba tan convincente que muchos profesores de húngaro sin trabajo confesaron en varios foros a lo largo de Internet habérselo tomado muy en serio y haber mandado su currículum al palacio presidencial.
De esta historia se sacan varias moralejas, pero valga ahora solo una. En cuanto oigan a un alto responsable político oficial decir que su lengua corre serio peligro, créanle. Sabe muy bien de qué habla.
O aún podemos expresarlo más sucintamente con aquella exclamación que se atribuye a uno de los políticos más destacados de la Transición, Pío Cabanillas: «¡Cuerpo a tierra, que vienen los nuestros!»
Por increíble que parezca, este récord ha sido batido recientemente por el vicepresidente del partido conservador gobernante en coalición en Hungría, Pál Schmitt, quien, desde agosto de 2010, es además presidente del país. En sus primeras declaraciones reclamó la defensa de la lengua húngara, según él inmersa en un serio problema de corrupción. En Hungría, donde el poder ejecutivo real está en manos del primer ministro, el papel del presidente es meramente representativo y lo elige el parlamento. Ya en agosto quedó claro que este antiguo profesional —y campeón— de esgrima no fue elegido tanto por sus imponentes dotes intelectuales como por su lealtad inquebrantable al partido en el gobierno y, personalmente, a su líder. En consecuencia, no se esperaba que escribiera nada más que su nombre debajo de las nuevas leyes previamente sancionadas por el parlamento, cosa que cumplió con diligencia más de cien veces hasta ahora. Sin embargo, en Año Nuevo se sintió llamado a dirigirse a su pueblo con un discurso escrito por él mismo. El discurso produjo gran sorpresa general no tanto por su contenido, banal y desgarbado como era de esperar, sino por su ortografía. El sucinto escrito, tal como fue publicado en la web personal del presidente, contenía no menos de diecisiete errores graves, dos de ellos hirientes justo en el primer verso del himno nacional húngaro citado al final del texto.
La hilaridad pública que siguió a la difusión del escrito forzó al gabinete del presidente no solo a cerrar de inmediato la página, sino a publicar una declaración afirmando el compromiso del gobierno con la defensa de la lengua húngara y prometiendo corregir en el futuro cualquier texto que saliera de presidencia. Por desgracia, esta breve nota, de unas 120 palabras, también contenía nueve errores graves, contando el nombre de pila del propio presidente.
Si piensan que estos fuegos artificiales de Año Nuevo en defensa de la lengua húngara no pueden mejorarse, carecen ustedes de imaginación. El punto sobre la i lo puso el anuncio publicado en una de las principales páginas de anuncios que paga la oficina presidencial pocos días después de aquellas declaraciones de purismo linguístico. En él se solicitaba urgentemente un corrector de textos oficiales. Y en no más de ochenta palabras había diecisiete errores, tantos como en el discurso original de Pál Schmitt.
De acuerdo, este anuncio se reveló enseguida como una broma, un hoax, como ya sugería su irónico enunciado. Sin embargo, a la luz de los dos documentos oficiales anteriores sonaba tan convincente que muchos profesores de húngaro sin trabajo confesaron en varios foros a lo largo de Internet habérselo tomado muy en serio y haber mandado su currículum al palacio presidencial.
De esta historia se sacan varias moralejas, pero valga ahora solo una. En cuanto oigan a un alto responsable político oficial decir que su lengua corre serio peligro, créanle. Sabe muy bien de qué habla.
O aún podemos expresarlo más sucintamente con aquella exclamación que se atribuye a uno de los políticos más destacados de la Transición, Pío Cabanillas: «¡Cuerpo a tierra, que vienen los nuestros!»
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