Acabamos de publicar en Studiolum la edición digital de un hermoso códice medieval como segundo volumen de la serie Tesoros de Kalocsa, siempre en colaboración con aquella impresionante biblioteca húngara. Se trata de un manuscrito parisino del siglo XIII con las epístolas de San Pablo acompañadas de los comentarios, línea a línea, de Pedro Lombardo: trescientas hojas de pergamino en total.
El grueso volumen se elaboró por el procedimiento de pecia, por entonces ya habitual en la Universidad de París. El ejemplar conservado en la biblioteca de la Universidad se dividía en grupos de hojas y repartía simultáneamente a varios copistas. Así, en un lapso de tiempo bastante breve podía contarse con una nueva copia completa. Luego se reunían los pliegos y los miniaturistas decoraban los espacios en blanco con grandes iniciales, alternando los colores rojo y azul.
Este procedimiento, según la magnífica Histoire de la lecture dans le monde occidental editada por Chartier y Cavallo —que tuvimos el honor de traducir al húngaro— ya presagiaba el método de trabajo del libro impreso, donde las hojas individuales podían ser preparadas por diferentes componedores y luego —al menos en las primeras décadas de la imprenta— un miniaturista rellenaba a mano los espacios dejados para las iniciales. Pero este sistema también dejó entrar —como veremos ahora— a un abuelo del diablo de la imprenta, a casi doscientos años de distancia del nacimiento de la propia imprenta.
En principio, este método presuponía que los miniaturistas conocieran el texto y pintaran en el blanco la inicial justa. Sin embargo, no era siempre así. El miniaturista podía echar una fugaz ojeada al texto y pintar corriendo la letra que le parecía más lógica, aunque a veces no fuera ésta la que le pedía el texto sacro.
Así ocurrió, por ejemplo, en el fol. 264r (Heb 2:7), donde el artista echó un vistazo y completó la primera palabra del versículo como «Innuisti» (consentiste). Inmediatamente después, no obstante, se debió apercibir del error al iniciar correctamente el comentario, a la derecha, con un «Minuisti» (disminuiste).
En algunos casos recaía sobre el stationarius —el bibliotecario encargado de la distribución de los pliegos y de revisar las copias— la responsabilidad de la corrección final. Así pasó, por ejemplo, en el fol. 233v (2Cor 16:21), donde el miniaturista erró tanto en el versículo como en el comentario la inicial de «...alutatio» porque había entendido «Laudatio» –voz tan frecuente en los textos litúrgicos–, dando lugar a una imposible «Lalutatio». En último extremo, el corrector logró escribir la 'S' en negro en medio de la 'L' roja resucitando la «Salutatio» original.
Lo mismo hizo en el fol. 286r (Heb 10:7), donde tuvo que colar una pequeña 'T' negra en medio de la 'N' roja del comentario (y también entre los arabescos de la inicial) para cambiar la errada «Nunc» (ahora) en «Tunc» (entonces).
Pero en ocasiones también la atención del corrector andaba floja. Es el caso del fol. 247v (2Tim 1:16), donde el miniaturista imaginó, y creó, un «Sed» (pero) en lugar de un relativamente más raro «Det» (dé). Este ejemplo, junto con la anterior lectura equivocada de «...alutatio» como «Laudatio» nos permite arriesgar la hipótesis de que quizá el miniaturista no fuera muy sensible a la diferencia entre los fonemas 't' y 'd'.
Y, finalmente, un caso más sutil (que la crítica textual definiría como de intercambio de pericopas). En el fol. 292r (Heb 11:22), a la derecha del versículo que empieza por «Fide Ioseph», la palabra inicial del comentario fue completada como «Mosep» en lugar de «Iosep». ¿Por qué?
En este pasaje de la Epístola a los Hebreos, el Apóstol enumera ejemplos de fe desde el patriarca a los profetas. El versículo que empieza por «Fide Ioseph moriens» va precedido —en la página anterior— por un versículo de inicio muy similar: «Fide Iacob moriens», que también menciona a «Ioseph», y le sucede otro que empieza por «Fide Moyses». Quizá el miniaturista, al llegar a la línea «Fide Ioseph», se despistó por un momento y, recordando que ya había pintado una inicial para esta frase en la página anterior, competó la inicial «...osep» del comentario como un «Mosep» que casi correspondía a la palabra inicial del versículo siguiente. Más tarde, esta letra también sería corregida con una pequeña 'J' negra entre las patas de la gran 'M' roja.
¿La moraleja? Pues, quizás, que errare era tan humanum hace ochocientos años como hoy. Y esto, por descontado, tampoco será de otro modo en nuestra edición. Solo queda esperar que los errores de hoy no le causen demasiado enojo al Benevolente Lector del futuro, y que los acoja con el mismo ánimo sereno con que nosotros hemos señalado los de aquellos copistas.
El grueso volumen se elaboró por el procedimiento de pecia, por entonces ya habitual en la Universidad de París. El ejemplar conservado en la biblioteca de la Universidad se dividía en grupos de hojas y repartía simultáneamente a varios copistas. Así, en un lapso de tiempo bastante breve podía contarse con una nueva copia completa. Luego se reunían los pliegos y los miniaturistas decoraban los espacios en blanco con grandes iniciales, alternando los colores rojo y azul.
Este procedimiento, según la magnífica Histoire de la lecture dans le monde occidental editada por Chartier y Cavallo —que tuvimos el honor de traducir al húngaro— ya presagiaba el método de trabajo del libro impreso, donde las hojas individuales podían ser preparadas por diferentes componedores y luego —al menos en las primeras décadas de la imprenta— un miniaturista rellenaba a mano los espacios dejados para las iniciales. Pero este sistema también dejó entrar —como veremos ahora— a un abuelo del diablo de la imprenta, a casi doscientos años de distancia del nacimiento de la propia imprenta.
En principio, este método presuponía que los miniaturistas conocieran el texto y pintaran en el blanco la inicial justa. Sin embargo, no era siempre así. El miniaturista podía echar una fugaz ojeada al texto y pintar corriendo la letra que le parecía más lógica, aunque a veces no fuera ésta la que le pedía el texto sacro.
Así ocurrió, por ejemplo, en el fol. 264r (Heb 2:7), donde el artista echó un vistazo y completó la primera palabra del versículo como «Innuisti» (consentiste). Inmediatamente después, no obstante, se debió apercibir del error al iniciar correctamente el comentario, a la derecha, con un «Minuisti» (disminuiste).
En algunos casos recaía sobre el stationarius —el bibliotecario encargado de la distribución de los pliegos y de revisar las copias— la responsabilidad de la corrección final. Así pasó, por ejemplo, en el fol. 233v (2Cor 16:21), donde el miniaturista erró tanto en el versículo como en el comentario la inicial de «...alutatio» porque había entendido «Laudatio» –voz tan frecuente en los textos litúrgicos–, dando lugar a una imposible «Lalutatio». En último extremo, el corrector logró escribir la 'S' en negro en medio de la 'L' roja resucitando la «Salutatio» original.
Lo mismo hizo en el fol. 286r (Heb 10:7), donde tuvo que colar una pequeña 'T' negra en medio de la 'N' roja del comentario (y también entre los arabescos de la inicial) para cambiar la errada «Nunc» (ahora) en «Tunc» (entonces).
Pero en ocasiones también la atención del corrector andaba floja. Es el caso del fol. 247v (2Tim 1:16), donde el miniaturista imaginó, y creó, un «Sed» (pero) en lugar de un relativamente más raro «Det» (dé). Este ejemplo, junto con la anterior lectura equivocada de «...alutatio» como «Laudatio» nos permite arriesgar la hipótesis de que quizá el miniaturista no fuera muy sensible a la diferencia entre los fonemas 't' y 'd'.
Y, finalmente, un caso más sutil (que la crítica textual definiría como de intercambio de pericopas). En el fol. 292r (Heb 11:22), a la derecha del versículo que empieza por «Fide Ioseph», la palabra inicial del comentario fue completada como «Mosep» en lugar de «Iosep». ¿Por qué?
En este pasaje de la Epístola a los Hebreos, el Apóstol enumera ejemplos de fe desde el patriarca a los profetas. El versículo que empieza por «Fide Ioseph moriens» va precedido —en la página anterior— por un versículo de inicio muy similar: «Fide Iacob moriens», que también menciona a «Ioseph», y le sucede otro que empieza por «Fide Moyses». Quizá el miniaturista, al llegar a la línea «Fide Ioseph», se despistó por un momento y, recordando que ya había pintado una inicial para esta frase en la página anterior, competó la inicial «...osep» del comentario como un «Mosep» que casi correspondía a la palabra inicial del versículo siguiente. Más tarde, esta letra también sería corregida con una pequeña 'J' negra entre las patas de la gran 'M' roja.
¿La moraleja? Pues, quizás, que errare era tan humanum hace ochocientos años como hoy. Y esto, por descontado, tampoco será de otro modo en nuestra edición. Solo queda esperar que los errores de hoy no le causen demasiado enojo al Benevolente Lector del futuro, y que los acoja con el mismo ánimo sereno con que nosotros hemos señalado los de aquellos copistas.