Los chinos no toleran bien el alcohol. De las dos enzimas responsables de descomponerlo, una es inactiva en gran parte de la población han, de modo que el proceso se detiene a mitad de camino, en el acetaldehído, una sustancia altamente tóxica. Por eso, la mayoría de las bebidas alcohólicas chinas tienen un grado bajo de alcohol, y aun así se consumen con moderación. Claro que en las reuniones masculinas no falta la típica demostración de valentía —presumir de cuánto se puede beber—, aunque dentro de límites bastante modestos.
Recuerdo mi primer viaje a China, en la Nochevieja de 1995: Pekín estaba congelado. El viento helado que soplaba desde el desierto era tan cruel que solo los frasquitos de aguardiente mongol “El Caballo de Dos Cabezas”, comprados en una tienda de las afueras, lograron mantenerme con vida durante aquellos días gélidos. Al regresar, mientras hacía cola en el aeropuerto, los agentes de seguridad descubrieron un último caballo superviviente escondido en el bolsillo de mi abrigo y quisieron confiscármelo. ¿Pero cómo iba a entregar a un amigo que me había salvado la vida? Así que destapé el frasco dispuesto a bebérmerlo allí mismo. El guardia me sujetó la mano con fuerza de hierro para impedir lo que para él debía parecer un acto suicida. Entonces mi compañero de viaje, el doctor Chen, intervino desde atrás: “Déjalo, que estos sí pueden beber.” El guardia me soltó, y sus colegas se acercaron curiosos de presenciar aquella heroicidad poco común y muy envidiada.
Los pueblos a los que los han llamaban tradicionalmente «bárbaros del sur» —los dong y los miao— son diferentes. Como nosotros, poseen la enzima que transforma el acetaldehído en ácido acético, de modo que la sustancia tóxica desaparece más o menos rápidamente del organismo. Por eso entre ellos existe una institución popular ausente entre los han: la destilería y taberna.
Una taberna dong no se parece a las nuestras. No es un lugar para charlar mientras se bebe; para eso está la torre del tambor, el centro comunitario del pueblo. El corazón de la taberna es el alambique, del que gotea continuamente el licor. ¡Y qué licor! Un aguardiente de frutas, cristalino, de 50 a 53 grados.
En lugar de taburetes o sillas, el alambique está rodeado de enormes tinajas llenas del producto final, marcadas con el carácter 酒 jiŭ, «bebida». Las jarras, junto con calabazas secas, cestas, instrumentos y carteles caligráficos, se apiñan dando al local un aire de anticuario o pequeño museo, como ocurre en Ma’an, un barrio del pueblo dong de Chengyang.
En el centro, rodeada por las tinajas como si fuera el abarrotado escritorio de un librero de viejo, hay una mesa de ceremonia del té. Pero las diminutas tazas de degustación (品茗杯 pĭn míng bēi) no se llenarán de té, sino de aguardiente. El cliente no suele beber en el local: compra el licor a granel, en jarra o botella, para compartirlo luego en casa o en algún espacio comunitario.
La decoración típica de estas tabernas incluye cráneos de buey, búfalo o yak, cuyas enormes astas ahuyentan los malos espíritus y, al mismo tiempo, son símbolo de virilidad.
Estos cráneos se consiguen a menudo a través de amigos pastores; quienes no los tienen pueden adquirirlos en las populares «tiendas del cuerno». Son comercios donde se vende de todo: recuerdos tallados en cuerno, omóplatos caligrafiados o cráneos completos con sus grandes astas.
El cartel de una de estas tiendas, en Zhaoxing, muestra cómo la caligrafía china oscila entre la imagen y la escritura. El carácter 牛 niú («buey»), estilizado hace tres mil años a partir del dibujo frontal de una cabeza de toro, vuelve aquí a ser imagen: un diseño totémico que imita la forma de los bucráneos colgados alrededor y que refuerza su aire arcaico.
Pero Zhaoxing ya no es solo territorio de los dong. Entre sus callejones porticados que bordean canales, como una pequeña Venecia, también se encuentran las tiendas regentadas por los miao, el pueblo que habita las montañas de Guizhou. Una de ellas es la 苗王 miáo wáng la «Tienda del Rey Miao», mitad anticuario, mitad bar.
Los miao no tienen ni han tenido jamás un rey: el nombre «miao» fue dado por otros pueblos, entre ellos los chinos, para agrupar tribus diversas que no formaban una sola nación. Aun así, el hombre de cabello espeso y barba abundante que aparece en las fotos de la puerta y en las botellas de licor parece de verdad un rey nómada.
En una pequeña sala hay incluso un tosco trono de madera coronado por dos cuernos, rodeado de objetos rituales miao, como si el rey fuera a recibir a sus súbditos.
Pero el trono está vacío. En ausencia del monarca, se levanta tras el mostrador un hombre que se había echado allí a dormir y que resulta ser sorprendentemente idéntico al «Rey Miao» de las fotografías. No hay sorpresa: es su nieto.
Su familia produce el Licor del Rey Miao en su aldea natal. La planta baja de la tienda se dedica a promocionarlo en distintas versiones: desde el licor joven de este año hasta el que envejecen por cuatro u ocho años y presentan en cajas de regalo. Todo ello, por supuesto, en un ambiente de anticuario muy al estilo dong.
Después de un rato de charla, me invita a subir. En el piso superior sí que hay un verdadero almacén de antigüedades al que solo acceden los iniciados o los compradores serios que desean ver más de lo que se exhibe abajo. Desenrolla un antiguo rollo taoísta: el sabio representado también se parece de forma increíble tanto a él como a su abuelo.
Ya en la planta baja, saca una preciosa túnica antigua bordada con hilos de oro y dragones. Se me hace la boca agua al verla, aunque no me atrevo a preguntar el precio. Se la pone, se ajusta un turbante miao y posa ante el retrato de su abuelo, con la pipa del ancestro en la mano.
Por el espectáculo, me parece justo comprarle una botella del Licor del Rey Miao de ocho años, en su caja decorativa. Doscientos yuanes, unos veinte euros. También pido catorce vasitos, para compartirlo con mis compañeros de viaje. Los alcanzo en un restaurante dong especializado en pescado. El veredicto es unánime: es el mejor licor que hemos probado jamás en China.
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